"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Un sendero difícil

UN SENDERO DIFÍCIL. Jorge Muñoz Gallardo. Considero más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos, ya que la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo. (Aristóteles). Siempre me ha llamado la atención, oír a algunas personas referirse a sus primeros años de vida con una nitidez y cantidad de detalles que yo no guardo. Mis pasadas vivencias están envueltas en algo así como una capa de silencio y de niebla que se extiende sobre la superficie de un lago; en la medida que esa niebla se va disolviendo poco a poco y el agua se va aclarando, surgen los sucesos y los personajes. La numeración que precede a cada párrafo no representa un orden cronológico estricto puesto que el desarrollo de los contenidos surge de recuerdos escamoteados al azar, de esa niebla que lentamente se levanta para dar paso a los fulgores del alba. 1. Primeros años. Mis recuerdos se remontan a una casa vieja, de dos pisos, con una escalera angosta y empinada, un patio con dos paltos, por detrás una zanja, un muro y una higuera, luego otro patio con árboles, un poco más adelante, una terraza, un árbol parecido a un pino junto al cual había una llave que siempre goteaba. En esa casa vivía yo con mis padres y mis dos hermanas (aunque, en verdad, no recuerdo a mis hermanas en ese espacio y tiempo); allí transcurrieron mis primeros años y sueños. En la parte delantera, del sitio, que era muy grande, había otra casa, de un piso, con muchas ventanas, ahí vivía una tía con su marido y sus hijos, otra tía viuda con su hijo, una tía solterona y la abuela. Esas tías eran hermanas de mi padre y la abuela era su madre. Enseguida llegó el colegio, no muy lejos de la casa. De aquel colegio sólo me quedan, en la memoria, un par de nombres y dos perros. No sé cuanto duró nuestra permanencia en ese lugar, pero según los relatos de mi madre, para ella no fueron momentos felices. Del tiempo vivido allí, hay algunas imágenes persistentes: dos bancos de piedra en la entrada, luego un portón de madera y cruzando ese portón, una superficie embaldosada, un sendero y las casas. Otra vez, el árbol parecido a un pino, la terraza, la escalera de la casa del fondo... No veo mi rostro, pero lo siento, la mirada es de asombro... La casa del fondo, se recorta contra un cielo claro, los árboles también... Una tarde tibia, arbustos, silencio, gradas polvorientas... Es curioso, pero no tengo noción de haber sentido la lluvia en aquel lugar. Allí jugaba con los primos, dicen que yo estaba siempre ordenado y limpio, eso era obra de mi madre. El lugar tenía algo de enigmático e intimidante para mi imaginación de niño más bien tímido. Los fantasmas poblaban los relatos de las tías viejas que acomodadas en grandes sillones forrados en telas de colores gastados, con una taza de té en la mano, daban rienda suelta a sus recuerdos y creencias, entre sus palabras impregnadas de convicción y las sombras de la tarde, asomaban las almas en pena que según ellas visitaban los espacios donde habían estado antes, y los duendes que habitaban en los rincones ocultos de las miradas indiscretas, manifestando su presencia misteriosa en los patios y las galerías de las dos casas. Mi madre que siempre fue muy imaginativa colaboraba con aquellas historias que fascinaban mi corazón infantil y también me aterraban. 2. Reconstruyendo una imagen. Si pienso en mis padres, en el período y lugar antes descrito, me surge siempre el mismo recuerdo: mi padre en mangas de camisa, con corbata y un pantalón gris, el rostro sonriente. Pero de mi madre no tengo una idea clara. Debo trasladarme a Valdivia para que sus rasgos surjan con mayor nitidez, no física sino de carácter; aunque recuerdo haber visto, siendo niño, una foto de ella, de esas en blanco y negro, y sus ojos me parecieron tristes. Él, tranquilo, noble, inteligente, con un gran talento para la invención y diseño de máquinas y aparatos. Ella, muy estricta, disciplinada, organizada, alegre y excéntrica; dicen que en su juventud quiso ser actriz o bailarina clásica, pero la familia se opuso. La imagen de la fotografía se contradice con su verdadero ser, sin embargo, sus ojos me causaron esa impresión. 3. Mis abuelos. La madre de mi madre era una viejita de pelo blanco, ojos azules y un carácter dulce; es decir, una abuelita de cuento. Se llamaba Helena y tuvo cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Vivía en Osorno, en una enorme casa sureña, con gallinero, leñera, huerta y jardín. La huerta era muy grande y ordenada, tenía también árboles frutales como membrillo, manzano y peral. Adelante había un jardín con el césped bien cuidado en cuyo centro se alzaba una palmera recta y alta, en las orillas crecían orejas de oso y helechos de puntas enroscadas. También había una glorieta con una mesa y bancos para sentarse a comer en los asados que se hacían en los veranos y en los cuales participaba una buena parte de la familia. Con mi abuela vivía mi tío Egon y el hijo de éste, que tenía a la abuela Helena por su verdadera madre, puesto que mi tío estaba separado. En esa casa oí muchas veces, a mi abuela y algunas tías viejas hablando en alemán, pero, yo nunca aprendí ese idioma. Una de las cosas que llamaban mi atención, era un ala de ganso que la abuela usaba para quitar las migas del mantel. No recuerdo haber visto muchos libros en el hogar de mi abuela Helena, sin embargo, nunca he presenciado una mejor declamación de “La Casada Infiel,” de García Lorca, que la realizada por mi tío Egon. La madre de mi padre era completamente distinta. Alta, delgada, con afinidades políticas con el partido radical, conocida del Presidente Juan Antonio Ríos, había pertenecido a una sociedad teosófica, además, tocaba piano y hablaba francés. Se llamaba Delfina, poseía una cultura poco común para las mujeres de la época, pero carecía de ternura. Era oriunda de Concepción y terminó sus días en Santiago. Tuvo seis hijos, dos hombres y cuatro mujeres. En más de una oportunidad la oí recitando, en voz alta, pasajes del Quijote, le gustaba la historia universal, poseía una gran capacidad intelectual y amplitud de criterio. No conocí a mis abuelos varones, salvo por las historias familiares. Mi abuelo materno se llamaba urbano, mi abuela decía que era mestizo. Mi madre lo adoraba y nos contaba que había sido un gran padre, alegre, afectuoso y hogareño. Mi abuelo paterno se llamaba Walterio, fue heredero de una cuantiosa fortuna perdida por negligencia, torpeza y las trampas jurídicas. En la familia no se hablaba de él, a mi padre le escuché algunos comentarios, pero muy vagos; sólo supe lo de la herencia de los Valenzuela Castillo, sobre la cual hay una revista en la Biblioteca Nacional, también que había dejado a la abuela Delfina para marcharse con una mujer más joven. 4. La navidad. De Santiago nos fuimos a Temuco y después de un par de años en esta ciudad continuamos rumbo a Valdivia donde nos radicamos de manera definitiva. Es precisamente en Temuco donde surge mi primera navidad llena de encanto. Para mi madre la navidad tenía algo especial. Comenzaba los preparativos un mes antes, entraba el árbol, que era natural y estaba plantado en un cajón de madera lleno de tierra que en esas ocasiones era envuelto en papel de colores llamativos; en realidad, mi padre entraba el árbol a la casa, esta era su única participación efectiva en las múltiples tareas navideñas. Mi madre hacía galletas y compraba adornos. Las galletas tenían forma de estrella, media luna, trébol y polígono. Toda la casa empezaba a transformarse, en todas las habitaciones se respiraba el olor del pino, una mágica ansiedad se apoderaba de mis dos hermanas y yo. No solo el pesebre y las figuritas habituales rodeaban el árbol, mi madre daba rienda suelta a su imaginación agregando elementos completamente ajenos a lo religioso. En la parte más alta del árbol colgaban unos loros de chocolate de tamaño natural envueltos en papel plateado, los pájaros pendían de unas argollas de fino metal pintado con los más variados colores, argollas rojas, azules, amarillas y celestes brillaban en lo alto del árbol. Nosotros dábamos vueltas alrededor del pino navideño contemplando a los loros que parecían burlarse de nuestras pérfidas intenciones. Mi madre ejercía un estricto control para que no cometiéramos ninguna infracción, de modo que llegado el gran día nada estuviera fuera de lugar o lo previsto. En cambio, mi padre jugaba un rol pasivo y paciente. Uno de los momentos estelares ocurría cuando aparecían los regalos traídos por Santa Claus mientras nosotros dormíamos. He vivido muchas navidades hermosas porque mi madre, siendo disciplinada y estricta, era también entusiasta y soñadora, de las cosas más simples hacía una fiesta. Sin embargo, esa navidad temucana y sus imágenes llenas de colorido y emociones dulces es la que permanece sonriendo en algún rincón de mi memoria. Verde, rojo, azul y amarillo son colores que aparecen como manchas dispersas al evocar ese mágico momento. 5. Una escultura de arcilla. No tengo idea de como y cuando llegamos a Temuco, pero estábamos en el sur, con mis padres y mis hermanas. Los años anteriores los habíamos pasado en la capital, aunque no conocía casi nada de Santiago; mi ciudad, mi país, mi mundo, era la casa y el patio, el primer ensanchamiento de ese mundo fue el colegio. Pero estábamos en una casa de un piso, situada al lado de una librería, el hombre que se veía siempre parado detrás del mostrador, usaba unas protecciones de género negro, que se colocaban encima de las mangas de la chaqueta. También se había producido otro ensanchamiento de mi mundo, estaba en un nuevo colegio. Además, mi madre contrató una nana mapuche, se llamaba Dominga, era hija de un cacique, tenía dos hermanos que la iban a buscar todos los fines de semana y nos llevaban cerezas, avellanas y piñones. Ella fue la primera mujer que vi desnuda. Como la mayoría de los niños corría y curioseaba por todos los rincones de la casa, en cierta ocasión enfilé recto a una puerta y empujándola la abrí de golpe, la Dominga estaba completamente desnuda, de pie junto a la cama, no hizo ningún intento por cubrirse, tampoco un gesto de malestar o perturbación, sus grandes ojos negros, brillantes y tranquilos, me miraron, tal vez riendo, y permaneció serena y erguida como una escultura de arcilla. 6. La monja. No sé si la nueva situación me mareaba, de pronto descubrí que en el colegio había una monja que era muy joven y bonita, cuando pasaba por el patio, como una aparición ligera y ágil, me quedaba embobado contemplando sus ojos y su nariz, su nariz era lo que más me gustaba, también sus labios rosados y llenos, a la vez sentía vergüenza de pensar que me gustaba, que era tan bonita, que alguien podía descubrir mis sentimientos. No sé que hacía ella en el colegio, nunca me habló, simplemente pasaba por el patio o las galerías y yo me encontraba con ella, eso era todo. Pero, la monja no volvió a cruzar el patio del colegio y en mi corazón su lugar fue ocupado por una chica de mi edad que vivía a media cuadra de la casa, se llamaba Cristina, tenía ojos grandes y oscuros, la boca pequeña y roja como un clavel, se parecía a una de las muñecas de mis hermanas. 7. Carnaval. Un avión de tela y cartón daba vueltas por las principales calles. Unos hombres emplumados de la cabeza a los pies cacareaban agitando los brazos, en la mitad de la plaza. Mozos de restaurantes, vistiendo chaquetas y camisas blancas, corbatín rojo, pantalones negros, corrían llevando en la mano una bandeja con una botella y varias copas, algunas botellas y copas caían al cemento rompiéndose en multitud de cristales atravesados por la luz del sol. Otros continuaban su carrera hacia la meta haciendo malabares para mantener las bandejas y su contenido en perfecto equilibrio. Gritos, risas, aplausos, llenaban el ambiente alegre, festivo, mezclándose con los sones de trompetas y clarines. Todo eso ocurría durante un carnaval, porque en esa época se celebraba la fiesta de la primavera, y es una gran lástima que no se conserve esa bella tradición que extiende la amistad y coloca un toque de poesía en los corazones gastados por el tiempo y la indiferencia. De aquellos años, recuerdo a un compañero de curso, si no me equivoco se llamaba Ricardo Puelma. Los fines de semana iba a jugar a la casa de Ricardo, sus padres eran ya mayores, tenía dos hermanas muy lindas, que siendo ya señoritas, nos consideraban chicos molestosos. En verdad éramos bastante inquietos, dábamos vueltas corriendo por toda la casa, y al pasar delante de un mueble de madera donde brillaba una fuente llena de caramelos y bombones nos protegíamos uno a otro para poder robar las golosinas sin ser descubiertos. Los años han pasado, no he vuelto a saber de Ricardo y su familia, puede que de esa amable casa ya nada quede, aunque por ese misterio de la memoria los vagos instantes referidos siguen vivos. Mi madre tenía una amiga de su juventud que vivía en Temuco, era viuda y vuelta a casar, de su primer matrimonio le quedaron tres hijos, una mujer y dos hombres que eran los menores, con ellos me relacionaba como primos debido a la estrecha relación de entonces. Ambos eran muy activos y traviesos, yo jugaba con ellos y a veces me sorprendía la temeridad de sus acciones. En cierta ocasión llegué a la casa de los “primos” a eso de las tres de la tarde, después de tocar el timbre esperé un momento en la puerta que de pronto se abrió dejando ante mí al menor que en ese tiempo tendría unos ocho años, se plantó en el marco de la puerta con los brazos abiertos para evitar mi ingreso, luego me dijo, con cierta solemnidad: “Ahora no podemos jugar, mi papá y mi mamá están en la cama haciendo el amor”. De modo que tuve que regresar a mi casa para no poner en aprietos al celoso guardián de la pasión paterna. Todo esto ocurría cerca del año sesenta y dos. Ese año fue muy importante porque recién había llegado la televisión y el mundial de fútbol, celebrado en nuestro país, acaparaba todos los comentarios. Yo tendría unos nueve años, Jorge Alessandri Rodríguez gobernaba el país, y estando nosotros en provincia, vivíamos bastante alejados de los acontecimientos políticos porque en ese entonces las ciudades de provincia tenían poco contacto con la capital; la radio era el gran medio de comunicación. Pero, las cosas se van mudando, el asunto es que Temuco se quedó atrás y nosotros seguimos viajando más al sur. 8. Valdivia. Llegamos a Valdivia un día oscuro, el trueno rugía, la lluvia caía como si la tiraran con una regadera, el viento aullaba, los relámpagos iluminaban el cielo recogiendo de espanto mi corazón. Nos instalamos en una casa vieja, de dos pisos, situada en una calle que me pareció fea. Mi padre dijo que estaríamos allí mientras buscaba una casa definitiva. Además de nosotros, había allí otras personas que tomaban la pensión. El techo de mi habitación descendía en un lado hasta quedar cerca del suelo. Por las noches, me arrastraba debajo de la cama con una linterna en la mano, los ratones se paseaban por el piso, unos eran grises, otros negros, al ver la luz se quedaban paralizados. Yo contemplaba con admiración los ojos redondos y brillantes, las orejas paradas y los largos bigotes de los intrépidos roedores. Una mañana, se me ocurrió salir a conocer el barrio, le dije a mi madre que daría un paseíto delante de la casa, ella me dio permiso haciéndome algunas recomendaciones. Caminé observando con atención todo lo que me rodeaba, las casas de madera eran grises y tristes, al llegar a la esquina me encontré con un viejo desastrado, que llevaba un saco en el hombro, me miró y acercándose lanzó un gruñido animal. El susto que me dio fue tan grande que salí corriendo como si el mismo diablo resoplara en mi espalda, y no paré hasta entrar en la casa donde tomábamos la pensión. 9. La casa definitiva. La nueva casa (la que mi padre había llamado definitiva) estaba frente al río, en la calle General Lagos, tenía dos pisos, una escalera ancha que se habría en dos brazos, uno hacia la parte principal, el otro hacia una corta galería con ventanas, donde había dos baños y un dormitorio. Las habitaciones eran grandes, desde las ventanas que daban a la calle se veía el río, un pedazo de la isla Teja y los barcos que iban y venían desde el puerto de Corral. ¡Que sensación maravillosa pegar la frente al cristal de la ventana y ver esos barcos pasando lentamente sobre el agua! Cuando llovía era más emocionante porque las gotas en el cristal iban borrando de a poco las figuras, hasta convertirlas en simples manchas. Por supuesto que me dediqué a explorar todos los rincones, eligiendo los que me parecían más interesantes, en el patio había una bodega para guardar leña, ahí instaló mi padre sus herramientas, también estaban los canastos de mimbre en los que se subía la leña a la cocina, esta labor me encantaba, a veces, entre los palos y las astillas aparecía un escarabajo verde y reluciente como una joya. Mi madre hizo construir un gallinero, tuvimos gallinas blancas, negras, rojas, grises, y dos gallos, uno grande y panzudo, al que mi padre le dio el nombre de Filimón, el otro era más chico y flaco, tenía una cresta roja, aretes blancos, las plumas anaranjadas, la cola negra y las patas celestes, le pusimos Julio. Este último era el Don Juan del gallinero, se lo pasaba de gallina en gallina, repartiendo con entusiasmo su ardoroso amor. Los sábados por la mañana llegaba el maestro Leiva con el hacha al hombro, picaba los troncos hasta transformarlos en delgados palos que amontonaba en los canastos, después los llevaba a la bodega y los apilaba en rumas que crecían hasta tocar el techo. Yo imaginaba que esas columnas de ordenados leños eran un castillo, una fortaleza militar, un barco pirata. Una tarde en la que trepé por los palos dispuestos con un orden casi geométrico, me llevé una sorpresa. Cuando mi frente estaba a punto de tocar el techo, me hallé cara a cara con un par de ojos redondos, verdes, que me miraban fijamente. Era un gato sucio y flaco que saltó pasando encima de mi cabeza y corrió hacia el patio. La experiencia me dejó tiritando, descendí moviendo los pies con mucho cuidado y cuando estuve en tierra firme, volví a la casa. Al subir la escalera, me encontré con mi hermana menor que estaba sentada en uno de los peldaños, me miraba con sonriente curiosidad. 10. La rana. El día que mi padre llevó una rana, hubo una verdadera conmoción en la casa, bajamos dando saltos por la escala y salimos al patio a contemplar la rana. Era gorda, verde, con el vientre blanco y los ojos saltones, permaneció mucho tiempo inmóvil, mirándonos como si nosotros fuéramos los bichos raros. Cavamos un hoyo en la tierra, lo llenamos con agua, le pusimos piedras y plantas, arreglamos todo para que estuviera contenta. En cuanto la colocamos en el agua, se escondió bajo la superficie, ya no pudimos verla. Yo bajaba todos los días a mirar la rana, en cuanto llegaba del colegio me iba al patio, estaba allí hasta que mi madre me llamaba diciendo que debía lavarme las manos, cambiarme de ropa, tomar el té y hacer las tareas. Una tarde la rana salió del agua y comenzó a saltar por el patio, llegó al gallinero, pasó entre unos listones y siguió su camino muy oronda entre las gallinas que estiraban el cogote, ladeaban la cabeza, la miraban con asombro. Pensé que si nosotros estuviéramos parados delante de un marciano, haríamos lo mismo que las gallinas: estirar el cuello y mirar así. Cuando cruzó todo el gallinero, siguió sacando pecho y dando saltitos y se fue a la bodega. Corrí tras ella, cogiéndola por el cuello y la panza, la llevé de vuelta al poso con agua. Una tarde, no hallé a la rana en el poso que le servía de hogar, metí la mano en el agua, exploré el fondo, no estaba. Busqué en el gallinero, en la bodega, di vueltas por todo el patio, fui al jardín, la rana había desaparecido. Nunca más volvimos a verla. 11. Canarios. A mi madre le gustaban los canarios, tenía una gran jaula de madera con rejilla de alambre, hecha por mi padre. En esa jaula brincaban y cantaban los canarios, y cuando nacían nuevos canarios, mi madre colocaba unos cojines en el piso de la jaula porque los pequeñuelos solían caer de sus nidos. Un amigo de mi padre, al que conocíamos como el Guatón Baeza, también era entusiasta de los canarios, y hablaba con bastante propiedad de los cuidados y la crianza de los delicados pajarillos. También un tío criaba canarios, cuando íbamos a su casa nos mostraba sus jaulas con hermosos exponentes de las aves cantoras. En cierta ocasión, en que estábamos de visita, nos invitó a ver sus canarios, y con gran orgullo nos llevó a una jaula en cuyo interior había un solo pájaro. Indicando con el dedo índice, apuntó hacia el ave mientras decía: “Este es un fino macho reproductor, lo traje de Santiago, se llama Moisés y lo estoy preparando para que se aparee con las hembras”.” Pasado un tiempo volvimos a la casa de ese tío, y al preguntarle por Moisés, me respondió: “Ese desgraciado era maricón, lo pillé poniendo huevos”. 12. El bote. Trabajando en la bodega y en el patio, mi padre construyó un bote. Fue una tarea de gladiador, puesto que trabajó sólo. Era de alerce, con las cuadernas de una pieza. Para lograr su propósito ablandaba cada listón en un tubo de hierro lleno de agua caliente, enseguida colocaba el listón sobre un molde hecho por él mismo, sujetándolo con unas prensas. Cuando la madera se secaba adquiría la forma arqueada correspondiente al costillar del bote. Para sacarlo de la casa y llevarlo al río fue necesario derribar una parte del cerco que separaba el patio del jardín. Cuando por fin entró en el agua fue todo un acontecimiento. Flotaba en la superficie como un gran pez blanco con una banda azul en los costados. Para llegar al río, teníamos que cruzar la calle y entrar en un extenso sitio que era propiedad de un establecimiento comercial que vendía maquinaria agrícola. Como nos conocían, podíamos entrar y salir sin ninguna restricción. Mi padre caminaba con los remos apoyados en el hombro, yo iba detrás. Los fines de semana se convirtieron en paseos obligados. Mientras mi madre se dedicaba a las labores de la casa y mis hermanas jugaban con sus muñecas y otras cosas, mi padre y yo cruzábamos la calle para ir al río, donde nos esperaba el bote balanceando su panza blanca en la ondulante superficie teñida de sol y de nubes. Esas nubes que dibujaban figuras en el cielo. A veces descubría una con forma de vaca, otra que se parecía a un elefante. En uno de esos paseos ocurrió algo que jamás olvidé. Al regresar y aproximarnos a la orilla, pude ver a un carabinero que estaba parado en la escala de madera rojiza que llegaba hasta el agua hundiéndose en ella. El carabinero le gritaba algo a mi padre, pero éste sin oírlo continuaba remando, hasta que yo escuché sus palabras:” ¡Devuélvase!... ¡Hay un muerto flotando junto a la escala!”...Que el niño no lo vea”. El cielo se había vuelto gris, el agua adquiría ese color barroso que precede a las tormentas, las gaviotas se alejaban lanzando agudos chillidos, el viento empezaba a soplar con más fuerza. Yo conocía esos bruscos cambios del clima sureño, sentí que el temor me apretaba el pecho. El carabinero seguía gritando, moviendo los brazos, a ratos se parecía a un espantapájaros, su voz arrastrada por el viento, llegaba como un alarido extraño. Mi padre comenzó a girar el bote remando apresuradamente, pero yo, lo había visto. Durante toda la noche llovió intensamente, el viento aullaba entre los techos, las paredes crujían, el trueno estallaba con violencia, me costó quedarme dormido y soñé con el hombre muerto: se movía como un sonámbulo entre las flores del jardín, se perdía en las sombras, reapareciendo de pronto bajo el fulgor del relámpago, con las manos extendidas. Cuando el viento y la lluvia dejaron de zarandear el techo y las ventanas, se fue también la pesadilla, entonces pude descansar. 13. Las revistas. La voz del vendedor de diarios, nos llegaba de lejos, era un hombre bajo, moreno y grueso. Mis hermanas y yo corríamos por la escalera, luchando por ser el primero en llegar, en la puerta del jardín esperábamos anhelantes. La voz se aproximaba, cada vez más nítida, voceando el nombre del diario local y los otros diarios. Cuando el hombre se detenía delante de la puerta gritábamos a coro. De su hombro colgaba un bolso lleno de diarios y revistas. Mi padre le pagaba a fin de mes. El Llanero Solitario, El Zorro, La Pequeña Lulú, el pato Donald, nos sonreían desde las portadas de las revistas y entrábamos corriendo sin parar hasta estar cada uno en su cuarto. Yo me tiraba en la cama, con la revista pegada a los ojos, porque era muy miope, y me sacaba los lentes porque al estar boca abajo se corrían hacia delante y quedaban colgando en mi cara. Con cuanto deleite me sumergía en los campos, en los pueblos por donde galopaba el caballo blanco del Llanero, podía oír los disparos y el galope de sus perseguidores. Otro tanto ocurría con don Diego de la Vega y el sargento García. 14. El almacén. En provincia, y más aún en esos años, el almacén de barrio es una verdadera institución cultural. En ese lugar de culto, coincidían los vecinos y se comentaban los acontecimientos locales. La adquisición de un kilo de azúcar, una botella de aceite, o cualquier otra cosa, no se limitaba a coger el producto y pagar, había una charla intermedia, salpicada a veces de bromas y risas, de modo que al regresar a casa los clientes se iban con las últimas copuchas. Detrás del ancho mesón de madera, en cuya superficie había frascos de caramelos, lápices y una máquina registradora, estaba don Guillermo, con el pelo y el bigote blanco, la mirada indagatoria y la palabra siempre amable. Mi madre nos mandaba a comprar al almacén que se ubicaba en una esquina, a mí me maravillaban los objetos que poblaban las paredes: frascos de mermelada, tarros etiquetados, paquetes de papel, sacos, cajones con papas, trigo y afrechillo. Pero, lo que más me gustaba, era el tambor de aceite con el dispositivo para que uno colocara la botella, se vendía el aceite suelto. Yo iba a comprar el alpiste para los canarios y el trigo para los pollos. Junto con la bolsa, llevaba, con gran cuidado la libreta donde don Guillermo anotaba los productos y los precios, porque era común el fiado; mi madre revisaba la libreta a fin de mes y se pagaba lo que habíamos comprado. Con el golpe militar el almacén fue cerrado, y don Guillermo, su esposa y sus dos hijos abandonaron la ciudad, todos ellos militaban en el partido comunista. Nunca más volvimos a saber de ellos, ojalá no les haya ocurrido nada grave. 15. Velatorio. Un tío, ya bastante viejo, había muerto y estaba siendo velado en el salón de la casa. En el medio de la enorme habitación, sobre unos soportes puestos encima de una alfombra, estaba el ataúd, rodeado de ramos y coronas de flores. Junto a las paredes estaban las sillas donde se acomodaban numerosos familiares. Algunas tías entraban y salían llevando bandejas llenas de comestibles y vasos con vino. Mi padre y yo, permanecíamos de pie al lado de una puerta, desde la cual podía dominarse toda la escena. Entre la urna y el suelo quedaba un espacio de unos cincuenta centímetros, en ese hueco y las flores que se amontonaban, asomaba a ratos una mano sosteniendo una pistola de plástico. Era un primo pequeño que se había escondido en aquel lugar, desde ahí apuntaba a los deudos. Por supuesto, el suceso nos provocó risa, pero debíamos disimular nuestras sensaciones; esto me demostraba, una vez más, que hasta en las situaciones más serias y solemnes ocurren cosas divertidas. También pude aprovechar esta experiencia para comprobar que las mujeres se comportaban de manera mucho más natural que los hombres, puesto que conversaban sin manifestar tensión o incomodidad, parecían bien entrenadas, especialmente, a la hora de dar el pésame a la viuda. Del muerto recordaba su cabeza redonda, el vientre abultado, los pantalones sujetos con suspensores y las discusiones que protagonizaba con otro tío durante las reuniones familiares de los fines de semana. 16. Un paseo inolvidable. Curiñanco tiene alrededor de quince kilómetros de playa, el mar se balancea inquieto y grandes olas se revientan sobre las rocas estallando en manchones de espuma blanca. En esos años solo se podía llegar por un camino de tierra que serpenteaba entre cerros y arbustos y teniendo un decidido espíritu de aventura. Un verano llegó mi tío Hernán con su familia compuesta por su mujer y cinco hijos, cuatro hombres y una mujer; era el hermano mayor de mi madre, vivía en Los Andes porque sufría ataques de asma y el clima de esa ciudad lo beneficiaba. Cuando salimos de Valdivia, en dos vehículos, el sol alumbraba y una brisa tibia corría. Éramos un grupo formado por tres familias y el entusiasmo nos contagiaba a todos. Mis tías habían preparado deliciosas comidas que reposaban en el interior de numerosas ollas y fuentes de las que salía un olor insinuante. Ya en el camino de tierra comenzó a levantarse una nube de polvo que envolvía a los automóviles. Cuando llegamos a Curiñanco, el paisaje era deslumbrante de luz y belleza, pero, de pronto se nubló, una lluvia torrencial se descargó sobre nosotros, el trueno y el relámpago se hicieron presentes, unos corrieron a refugiarse en los autos, otros, los primos que éramos los jóvenes de la época, decidimos permanecer al aire libre, usando las toallas para protegernos. La tormenta duró unos diez minutos, luego reapareció el sol. Al regreso, el polvo nos acompañó con verdadera furia, tanto que al sonarnos los pañuelos quedaban de color café, igual que el barro. Todos parecíamos monos de arcilla desde el pelo a los pies. Al llegar a casa, el tío Hernán sufrió un ataque de asma y hubo que llevarlo al hospital. 17. Alas para volar. Mi padre era constructor civil y poseía una extraordinaria capacidad inventiva. Diseñaba toda clase de máquinas y aparatos tales como enceradoras, embarcaciones, y alas para volar, esto muchos años antes de que aparecieran las alas delta. Si las herramientas convencionales no le servían, las transformaba o adaptaba. También fabricaba gominas y limpiadores de vajilla. Yo quedaba maravillado contemplando sus planos llenos de líneas, números y anotaciones, hechos sobre un papel especial fijado sobre un tablero. Volviendo a las alas, eran móviles, como las de los pájaros, y pensaba construirlas allá en Valdivia, desgraciadamente la muerte lo visitó antes de que pudiera concretar sus ideas. Una vez me hizo un juego de ajedrez, de madera, sin ningún ensamble en cada una de las piezas. No había aparato, mueble y artículo de cocina que no pudiera reparar. Sin embargo, su gran sueño fueron las alas que nunca llegaron a agitarse sobre los cielos valdivianos. Creo que si hubiera nacido en Inglaterra o los Estados Unidos habría sido un inventor famoso. De él heredé la costumbre de ponerle nombres a los objetos inanimados, como relojes, paraguas, bastones, etc. De suerte que el computador en el que escribo estas líneas se llama Séneca. 18. De cómo empecé a perder la visión. Fue un sábado por la mañana, al despertar, cuando empezaron los problemas. Me estiré extendiendo los brazos, luego apoyé la espalda en la almohada. Después de restregarme los ojos me quedé mirando la pared que estaba cubierta por un papel verde muy pálido, entonces vi un montón de puntitos negros. Giré la cabeza en distintas direcciones, a donde iba la mirada iban los puntitos. Me asusté con lo que me pasaba. Se lo conté a mi padre, pensamos que era un resfrío; puede parecer tonto, pero en ese momento no teníamos otra explicación. A la semana los puntitos se habían convertido en manchas de un color verde intenso. Mi padre me llevó al oftalmólogo, el examen fue breve y la opinión del médico, preocupante: debíamos viajar con urgencia a Santiago. 19. La sala de música y los viernes. Yo estudiaba en el Instituto Salesiano. La sala de música era uno de mis lugares favoritos, había un estrado de madera con tres escalones y en el lado opuesto, un piano vertical, nosotros nos acomodábamos en el estrado, esperábamos que el profesor nos diera el tono y comenzaba el canto, que entre desafinaciones, gritos y risas, formaba un coro estridente que al final resultaba airoso. Pero, el día que más me gustaba era el viernes, el profesor de música dedicaba la última hora a leernos un libro de aventuras, lo hacía con voz pausada y clara, nosotros oíamos con la mayor atención y cuando la narración estaba en un momento emocionante, cerraba el libro, diciendo: “Continuamos el próximo viernes”. De nada servían nuestras protestas y ruegos, él se limitaba a sonreír, mientras guardaba sus cosas. Al salir de clases cruzábamos la calle Picarte, para ir al almacén de la “ Pan con ají “, una mujer que vendía por un peso una hallulla con ají en pasta que sacaba con una paleta de madera del interior de un frasco de vidrio ubicado encima de la gruesa cubierta de un mesón sucio de moscas y manchas amarillas. En los días grises y nublados del sur ese trozo de pan untado con la picante crema colorada era el bocado más delicioso. Avanzábamos comiendo y charlando por la calle con los bolsones a la rastra en el pavimento hasta llegar a la plaza igual que una bandada de pájaros alborotados. Pero, esos momentos felices se iban quedando atrás, como el paisaje que la lluvia y la humedad van borrando del cristal de una ventana. 20. En santiago tras la rutina médica. La casa de la tía B era la más grande de la cuadra, estaba rodeada de nogales, de paltos, tenía un antejardín descuidado donde crecían con desorden las camelias y los rosales. Por la tarde, cuando el sol se disolvía en manchones rojos, la casa quedaba envuelta en las sombras y fulgores dorados parpadeaban en los cristales de las ventanas que daban al jardín. En la entrada había una ancha escalinata de piedra, con dos columnas cilíndricas, luego venía la puerta de madera barnizada, con vidrios rectangulares en la parte superior. A veces estaba en silencio, de modo que un paseante ocasional habría pensado que se trataba de una casa abandonada. Sin embargo, allí vivían nueve personas. La tía B, que era pequeña, inquieta, dominante, ejercía sin contrapeso su rol de gobernanta, habitaba el primer piso junto a su marido y sus cuatro hijos. En el segundo piso estaban las dos hermanas de la tía B. En nada se parecían entre ellas. La tía C era una mujer alta, flaca, solterona, melancólica. La tía D, baja, nerviosa, excéntrica, era viuda y le tenía terror a los fantasmas, de cuya existencia no dudaba. A esa casa, tan diferente de la que yo habitaba en el sur, donde estaban mis afectos, llegaba con mi padre. Nos alojaban en un cuarto con dos camas, un velador y un ropero alto y desvencijado. El cuarto estaba al lado de la habitación de la abuela. La abuela llevaba el pelo blanco recogido en un moño sujeto con un peine de carey, leía el diario ayudada por una lupa, y en más de una ocasión la escuché hablando sola en francés. La primera vez que ocupé aquel cuarto, me sentí incómodo. A la mañana siguiente tendría que soportar la rutina médica. Me acosté dándole vueltas a la situación y no pude dormir. Permanecí inmóvil, oyendo los diminutos ruidos de la noche, en la otra cama dormía mi padre. Los días siguientes fueron una peregrinación por las consultas de los médicos y la tortura de tantos exámenes, hasta que me colocaron en una camilla y me llevaron a la sala de operaciones. Los pasadizos, la pintura blanca del hospital, el olor de los algodones empapados en alcohol, el silencio, los delantales blancos de los médicos y las enfermeras, me aterrorizaban, sólo quería regresar a mi casa. Cuando volví de la anestesia, mi padre estaba sentado en el borde de la cama, su voz ronca y pausada me dio tranquilidad. Al tocarme la cara descubrí que tenía los ojos tapados con vendas. No supe cuanto tiempo pasé en aquella habitación, pero mi padre entraba y salía, iba a hacer trámites, se comunicaba con mi madre, me contaba lo que sucedía en Valdivia y sentado en una silla de madera colocada junto a la cama me leía las aventuras de Don Quijote. También recibía las continuas visitas del médico y de las enfermeras. En una de esas visitas el doctor me retiró los parches de los ojos, al tiempo que decía que la visión del ojo recién operado se iría corrigiendo poco a poco. Por fin pudimos abandonar el hospital con el compromiso de volver a nuevos exámenes. Antes de la operación, el doctor le había dicho a mi padre que la situación era difícil, dijo la verdad porque las complicaciones no terminaron con ese viaje. Sin embargo, regresamos al sur. Yo me sentía invadido por una sensación de ansiedad y alegría. La presencia de mi madre, de mis hermanas, de esos rincones de la casa que tanto amaba me devolvieron el ánimo, aunque las cosas ya no eran igual que antes. 21. FUERA DEL COLEGIO. Mi padre me retiró del colegio, tenía miedo de que jugando con otros chicos me golpeara la cabeza y la retina volviera a dañarse. Porque ese era el problema que yo tenía, el desprendimiento de la retina, estaba corriendo el peligro de quedar ciego. Mi madre se mantenía igual que siempre, al parecer, ella no se daba cuenta de que yo tenía una enfermedad grave, o lo disimulaba muy bien, pero no mostraba ninguna debilidad. La ausencia del colegio, de las aulas, los compañeros de curso, me llenaba de tristeza, pero me esforzaba en superarlo. Los profesores particulares iban a la casa, me gustaba estudiar y aprender, pero extrañaba a los chicos de mi edad. Cuando escuchaba las voces, las carreras, de los alumnos del Colegio Inglés que pasaban riendo y charlando frente a mi casa sentía deseos de salir a la calle a correr con ellos. Por las noches, mientras me quedaba dormido, el corazón me daba saltos. Buscando en la oscuridad presionaba el botón de la lámpara, cuando veía el resplandor de la luz recuperaba la calma y podía dormir, y es que pensaba que ya me había quedado ciego. 22. Nuevos viajes y cirugías. Los viajes entre Valdivia y Santiago se repitieron a bordo de un tren, un bus o el avión, unos aviones inmensos, de grandes motores y ruidosas hélices. En ese tiempo me operaron dos veces del ojo derecho porque la retina se había desprendido. Como entraba y salía del hospital, pasando largos períodos en ese lugar, y mi padre intentaba satisfacer todos mis caprichos, alcancé a ir al cine, con la autorización del médico. La película se llamaba “A la hora señalada”, era en blanco y negro, tenía la actuación protagónica de Gary Cooper. Esa fue la última película que vi, al salir del cine la retina se me había desprendido otra vez. Era la cuarta ocasión en que ingresaba en el quirófano, sin embargo, todo me parecía desconocido, irreal. La cabeza del doctor, inclinada sobre mi cara, con la mascarilla y el gorro blanco, simulaba algo lejano, algo que venía de un sueño. Su voz, que intentaba ser amable, también parecía distante. Cuando volví de la anestesia me vinieron vómitos. Mi padre corrió a buscar a la enfermera. Me limpiaron la cara y el pecho, me cambiaron la parte superior del pijama y me colocaron una loción con olor a rosas. La enfermera me visitaba todos los días, ya no me parecía tan terrible su presencia, su voz era agradable, me gustaba cuando me hacía cariño en la cabeza con su mano suave que olía a perfume. Una semana después el doctor me quitó las vendas de los ojos. La enfermera me limpió la zona que antes estaba cubierta con los parches, con una crema desinfectante que esparció en mi piel usando un algodón. Con el ojo derecho veía las cosas que me rodeaban en forma distorsionada, como las imágenes reflejadas en un espejo cóncavo. Con el izquierdo veía un poco mejor. Además, alcancé a escuchar al médico hablándole a mi padre, parece que le aconsejaba que me permitiera usar la visión sin restricciones, puesto que era imposible asegurar cuanto tiempo más me duraría la poca vista que me quedaba. 23. Nuevos intentos. Como la medicina que llamaban “formal” había fracasado, mi padre intentó un nuevo camino. Comenzamos a tocar las puertas de curanderos y charlatanes que ofrecían curaciones milagrosas. En la radio, en los diarios, apareció la noticia de un curandero del Brasil. Para mí, Brasil significaba fútbol, zamba, papagayos y selva. Viajar a ese país era una gran aventura, pero hacerlo en busca de un curandero que podía mejorar mis ojos, eso ya era algo extraño, misterioso, y me daba miedo. Según los comentarios, ese hombre podía operar a una persona con un cuchillo carnicero sin causarle heridas ni infecciones, eran muchos los casos extraordinarios que se le atribuían. En mi casa todo giraba en torno al curandero del Brasil. La posibilidad de viajar al país del fútbol, cobraba cada vez más fuerza, aunque la aventura significaba grandes gastos, mi padre estaba decidido a entrar en la casa de aquel hombre en busca de la ansiada curación de mis ojos. Corría el año setenta, Salvador Allende había sido elegido Presidente de Chile y circulaban toda clase de rumores y comentarios, desde los más esperanzadores hasta los más negativos. Nuestro destino era Congoñas do Campo, un pueblito minero donde se trabajaba una piedra que al tocarla manchaba los dedos con un polvillo parecido al talco, allí vivía Zé Arigó y hasta ahí llegamos una mañana de septiembre, faltando muy pocos días para que yo cumpliera diecisiete años. El pueblo estaba revolucionado con la enorme cantidad de personas que llegaban de los más variados lugares, todos acudían en busca de una solución milagrosa a sus padecimientos. El hotel y la farmacia del pueblo pertenecían a la familia del curandero, todas las actividades giraban en torno a los poderes curativos de ese hombre que se parecía más a un conductor de camiones que a un sujeto capaz de lograr un milagro. Mi mayor preocupación seguía siendo que Zé Arigó empleara el cuchillo en mis ojos. De la gente que andaba en el hotel, el que más llamaba mi atención era un negro amable, sonriente, al que todos llamaban Pelé, atendía las mesas, eructaba ruidosamente, sin preocuparse de quienes estaban sentados ante un plato, su voz era ronca y profunda como el viento que se agita en el interior de una caverna y nunca se molestaba por nada. De pronto estuve delante del curandero. No me habló una sola palabra, tampoco cogió el cuchillo, pero durante un rato que me pareció eterno escribió en un papel que luego entregó a mi padre, eso fue todo. De vuelta en casa, me colocaron cien inyecciones, me tragué decenas de pastillas y otros remedios (adquiridos en Brasil, y en el mismo pueblo de Zé Arigó) sin saber qué elementos ingresaban en mi organismo. Como si todo eso fuera poco, no sentí ninguna mejoría. Tenía miedo, mi vista se volvía cada vez peor. Mi padre cifraba todas sus esperanzas en aquel tratamiento y aguardaba el momento del segundo viaje al Brasil, donde debíamos reunirnos nuevamente con Zé Arigó, pero el viaje no llegó a ser una realidad, el curandero falleció en un accidente automovilístico, la noticia, que apareció en la televisión, nos impactó y puso fin a una experiencia que no tuvo éxito aunque despertó ilusiones. 24. Otros intentos. Como creo haber dicho, mi padre nunca aceptó mi ceguera, de modo que siempre estuvo dispuesto a intentar lo que fuera posible para “devolverle la luz a mis ojos”. Así fue, como en cierta oportunidad, llegamos al ranchito de un curandero, en San Fernando, tierra a la que no he vuelto desde aquella vez. El curandero nos recomendó compresas de barro en los ojos. En cuanto llegamos a Valdivia, se puso en práctica la recomendación. Por supuesto, no hubo ninguna mejoría, y tengo que agradecer a los hados no haber sufrido una infección. En otra ocasión, apareció en las noticias, que en Uruguay, habían descubierto un elemento en el corazón de los vacunos, llamado lisado de corazón, el cual tenía efectos prodigiosos en la recuperación de la vista. De inmediato, mi padre encargó el producto a Uruguay. Como el envío demoraba en llegar a Chile, mi padre fue al Matadero y compró un corazón de buey, que comimos entre los dos, y lo devoramos crudo, con limón, aceite y sal. Al terminar este acto de heroísmo carroñero, sentía el estómago abultado. Después de unos meses llegaron los frasquitos con el mentado producto, era un polvillo rosado, que se consumía disuelto en agua. Fue otro fracaso. Ya había fallecido mi padre, cuando una tía escribió al brasil, a los “Monjes de Tupiara,” que según se decía, efectuaban intervenciones quirúrgicas a distancia. El caso era que estos monjes invocaban el espíritu de algún médico famoso, muerto tiempo antes, el cual ejecutaba la operación. La respuesta llegó indicando el día y la hora de la intervención a distancia. Debía comer comida sana, sin carne, no fumar ni beber alcohol, durante los días previos, y llegado el momento, estar acostado entre ropa blanca, con un jarro blanco lleno de agua, en el velador, y permanecer completamente sólo en la habitación. Se hizo del modo prescrito, aguardé sólo en mi cuarto. Movido por la imaginación, esperé oír ruidos suaves, movimientos sutiles, todo provocado por una presencia espiritual, pero, nada ocurrió. Esta vez no la puedo calificar de fracaso porque no lo creí posible en ningún instante. Mis tías atribuyeron a mi escepticismo la falta de resultados positivos. Sin embargo, cuando se padece una enfermedad grave, o una pérdida irreparable, cualquier intento, por disparatado que sea, genera expectativas, y la vuelta a la realidad produce una curiosa sensación de desencanto. 25. Un episodio insólito. Como dije antes, mi padre me retiró del colegio para evitar más problemas con mis débiles retinas. Entonces tuve que estudiar en casa con profesores particulares. Año tras año me presentaba a la Escuela Media de Adultos a rendir mis exámenes. Aprobé todas las asignaturas. Pasó el tiempo, estaba en la Universidad Austral de Valdivia, ya en segundo año de pedagogía en castellano, cuando llegó a mi hogar una carta del Ministerio de Educación en la que se me informaba que los exámenes que había dado en la educación correspondiente al nivel medio no eran válidos; debía rendirlos nuevamente, la explicación era que yo había rendido exámenes en la Escuela Media de Adultos sin ser adulto. No sé si en otro país ha ocurrido algo tan irracional, estando en la universidad, era obligado por la autoridad ministerial a repetir todo el proceso, con el siguiente gasto de tiempo, dinero y esfuerzo. Tuve que hacerlo y otra vez salí bien. Si los daños ocasionados por normas, decretos, resoluciones, y medidas absurdas o simplemente estúpidas se manifestaran en costras serían numerosos los chilenos que tendríamos el cuerpo lleno de ellas. Años después pude observar una de esas brutalidades: A una jefatura se le ocurrió que los permisos administrativos debían solicitarse con 48 horas de anticipación, lo cual venía a establecer la genialidad de prever con antelación cualquier imponderable como el accidente de un hijo una situación inesperada. El desdichado que necesitaba salir de un apuro y pedir el administrativo debía convertirse en mago o adivino. En otra ocasión, en la que pedí hora para una consulta con un traumatólogo, por padecer un dolor de espalda, recibí como respuesta que el especialista que atendía en esa entidad de salud sólo veía pies, rodillas y caderas, por lo que no podía atenderme, puesto que la espalda quedaba fuera de su competencia. A lo mejor, si la dolencia hubiera sido en el pie izquierdo me habrían dicho que el galeno sólo trataba el pie derecho. 26. Muerte de mi padre. El 18 de diciembre de 1976 falleció mi padre. La sensación que tuve al conocer la noticia fue como si un rayo me hubiera atravesado la columna vertebral. Yo estaba en Santiago, a doce horas de Valdivia, por la noche había tenido un sueño angustioso: me hallaba en el interior de un edificio laberíntico, de paredes blancas, corría llevando de la mano a mi hermana Gabriela, subíamos y bajábamos numerosas y angostas escaleras, cruzábamos puertas y otra vez las escalas, detrás de nosotros alguien nos perseguía respirando con agitación. A la mañana siguiente, a eso de las once y media, me encontraba en el segundo piso, acomodado en un sillón, por la ventana entraba el intenso calor de diciembre, me había puesto una camisa negra, en las manos sostenía un libro titulado “El shock del futuro”. Intentaba leer colocando el libro tan cerca del rostro que las páginas tocaban mi nariz. De pronto se abrió la puerta y entró una de mis tías, se sentó a mi lado y ME ECHÓ una pastilla EN LA BOCA, luego me dio agua que traía en un vaso, todo esto sin que yo tuviera tiempo para reaccionar. Después me dijo:”Debes viajar con urgencia a Valdivia, tu papá está muy grave”. Un pensamiento me surgió en forma instantánea, lo trasladaría en avión a Santiago, pero esa idea se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido, dando lugar a algo así como la desilusión. Después bajé al primer piso y salí al jardín, caminando hacia la calle me encontré con otra tía, la hermana mayor de mi padre, venía llorando y le pregunté:” ¿Murió, verdad?” Mi padre fue para mí como un gran árbol bajo cuya sombra generosa se calmaban todos mis temores infantiles, pero nunca le dije que lo amaba y hasta hoy me duele que se hubiera marchado sin saberlo. Cuando él murió yo tenía 23 años y mi vida era un navío que iba sin rumbo en un mar incierto. Nunca he olvidado esas tardes de verano cuando salíamos a pasear por la avenida costanera. El río, quieto como una cinta de plata, recibía las alargadas sombras de los árboles que se alzaban en los márgenes de la Isla Teja, a ratos, la afilada proa de un barco cortaba el agua, las gaviotas volaban en anchos círculos a muy corta distancia de la superficie. La caminata se prolongaba hasta que llegaba la noche con sus fulgores misteriosos. Entonces él alzaba la mano y apuntando con el índice, nos decía: “Cuando yo me muera, me iré a esa estrella y desde allí los estaré mirando.” Mis hermanas y yo, levantábamos la cabeza para contemplar la estrella. Su muerte estuvo envuelta en densas dudas que hasta hoy no se han aclarado. Corrían variados rumores y mi madre nunca creyó que fuera un accidente. Sucedió por la noche, en un conocido restaurante, se dijo que había caído al descender la escalera que conducía al baño, golpeándose el cráneo. También se decía que cerca de su mesa había militares. El tío Egon, que era coronel en retiro, nos indicó que no convenía investigar nada. El marido de una tía, que era médico, y examinó el cadáver, me dijo que el golpe que tenía mi padre en la cabeza, no era provocado por una caída, él pensaba que lo había causado un objeto contundente. Años después, en un artículo aparecido en el diario El Mercurio, se nombraban los amigos cercanos de Augusto Pinochet, unos todavía vivos, otros ya fallecidos, entre estos últimos figuraba el nombre del hermano de mi madre. Pero, la vida tiene sus ironías, porque el hijo de mi tío Egon era integrante del MIR, y mi tío murió sin saberlo. Como ocurrió en muchas familias chilenas, en la familia de mi padre se produjeron hondas y odiosas divisiones. Un grupo apoyaba, decididamente, la dictadura militar, otro, en el cual estaba yo, la repudiaba. Los primeros nos llamaban los upelientos, nosotros los tildábamos de fascistas. En ese entonces yo vivía de allegado en casa de una hermana de mi padre, todos ellos aplaudían el golpe, de modo que yo era el upeliento. A la hora de almuerzo todos opinaban de la contingencia, yo estaba censurado, si me atrevía a decir algo, recibía una reacción conjunta cargada de desdén; incluso, en una ocasión, escuché a una tía, afirmar: “Yo colocaría una capa de rotos, una sobre otra y luego les prendería fuego.” Sin embargo, esas personas a las que conocía desde niño, eran buenas, pero, la pasión y el fanatismo llevaban a esas descabelladas palabras y desatinos. En la familia de mi madre también hubo divisiones, pero, no se llegó nunca a tales límites y se mantuvo el respeto. 27. Dificultades posteriores. Los años que siguieron a la muerte de mi padre fueron extremadamente difíciles para nosotros, había gastado todos sus recursos en su afán de recuperar mi visión, quedamos en una muy precaria situación económica. Pero, el apoyo familiar y la enorme fuerza interior de mi madre nos ayudaron a revertir una suerte tan adversa. Yo volví a Santiago, donde viví experiencias que nunca soñé poder enfrentar. Al cruzar las calles quedaba continuamente expuesto a ser arrollado por los vehículos y me maravilla que no hubiera ocurrido así. Muchas veces sentí el parachoques de un automóvil rozando mis pantalones, llegaba a la acera opuesta con el “corazón en la boca”, recibiendo los insultos de los conductores que no podían imaginar que yo sólo veía siluetas y bultos. Confundía las figuras que a veces me servían de referencia, otras me engañaban haciéndome tropezar, caer a hoyos, dar contra un poste o una persona. 28. Una grata entrevista. No recuerdo quien fue el que me habló del psicólogo Roberto Küpfer, pero, estaba en casa de la tía B, en calidad de allegado. Cogí el teléfono y pedí una hora con el profesional, en su consulta particular, situada en Avenida Holanda. Lo interesante para mí, radicaba en que Küpfer era un profesional ciego. No tenía dinero y tampoco quería pedirlo a mis parientes, de modo que me presenté en la consulta portando sólo las monedas para el pasaje del autobús. La secretaria me preguntó si pagaba en efectivo o con un cheque, le respondí que hablaba con el psicólogo y enseguida le pagaba. Entré en la consulta y le dije a Küpfer: “No tengo un centavo para pagarle, soy ciego y no vengo en calidad de paciente sino en busca de orientación para tomar decisiones con esta ceguera que nunca he tratado con un profesional. Dígame si me atiende o me voy.” Me hizo pasar, pidió, por citófono, dos tazas de chocolate caliente y conversamos durante un buen tiempo. Yo pretendía que me orientara en la elección de una carrera universitaria. Fue una charla amena, entretenida y provechosa. No me dijo qué profesión elegir, pero me ayudó a descartar aquellas que eran incompatibles con la discapacidad visual. Él era un hombre de mucha experiencia, había estudiado psicología en Alemania porque en nuestro país era imposible. Desgraciadamente murió hace varios años, yo tuve la suerte de conocerlo y compartir con él en aquella ocasión. 29. Un caso curioso. En la radio Portales, el locutor Patricio Varela, dirigía un programa, que según creo, se llamaba “Saludando la noche”. En ese programa, se hablaba de extraterrestres, apariciones y curaciones extraordinarias. Una noche dio a conocer el caso de un médico que estaba mejorando a personas ciegas con el empleo del rayo láser. Por esas casualidades, la consulta del médico quedaba muy cerca de la Escuela de Derecho, en donde yo estudiaba por aquel entonces. Lleno de asombro y desconfianza, una tarde, al salir de clases, me fui a la consulta del galeno que, si no me equivoco, se llamaba Eduardo Taiba, al menos con ese nombre se le había presentado en el programa radial. Después de pagar la consulta, me instalaron en una hilera de sillas situadas junto a la pared, en una sala amplia, numerosas personas esperaban acomodadas en las sillas y la variedad de patologías visuales era muy grande. Al cabo de un rato que me pareció bastante largo, llegaron dos muchachas, una de ellas se acercó a mí y me colocó una serie de cables en la cabeza, luego me alumbró los ojos con algo así como una linterna. La sesión duró unos veinte minutos. Durante tres semanas asistí regularmente al singular tratamiento, pero, impulsado por las dudas (no era lógico que algo tan delicado como el láser se aplicara de ese modo) concluí que el asunto era un fraude, así se lo dije a una de las chicas que hacían la aplicación, y con la que había entablado una relación de amistad. Reunidos en un restaurante al que la invité a una bebida, conversamos y me contó que todo era una estafa, que el doctor Taiba ganaba mucho dinero al día con el supuesto láser y que uno de los pacientes había sufrido una infección en los ojos, también me dijo que era muy difícil hacer algo contra el sujeto porque tenía contactos que lo apoyaban. 30. La Escuela de Derecho. Mi paso por el viejo edificio de la calle Pío Nono, según mis recuerdos establecidos en forma aleatoria, fue entre los años 78 y 81. Había algunos alumnos ciegos, pero nunca me acerqué a ellos para preguntarles como estudiaban, que apoyos tenían y otras cosas que tal vez me habrían ayudado bastante. Yo no era invidente en el sentido estricto del término, era lo que en el lenguaje técnico se llama “deficiente visual”, esta situación intermedia me dejaba en una especie de tierra de nadie. En cierta ocasión acudí a una institución donde proporcionaban ayuda a los no videntes, especialmente en la lectura de textos, pero no me admitieron porque no llegué usando el bastón blanco. Si hubiera ido a una escuela de ciegos, aprendido el sistema Braille y el uso del bastón, las cosas habrían sido más fáciles, pero no ocurrió así; tuve que vivir las equivocaciones y tropiezos que surgen cuando se aprende por el principio de ensayo y error. Con todas aquellas dificultades llegué al cuarto año, pero, la situación se tornó insostenible y tuve que abandonar la carrera. Antes de dar aquel paso definitivo, me entrevisté con el entonces decano, el señor Mario Mosquera, quien me dijo entre otras cosas: “Yo a usted no le doy ninguna oportunidad”. Posteriormente supe, por una secretaria, que yo había enfrentado mal el problema puesto que aún quedaba un plazo para rendir otra vez el examen correspondiente a una asignatura que tenía comprometida. De esa experiencia fallida, pero útil, recuerdo a Antonio Bascuñán, en introducción al derecho. Jorge Guzmán Dinator, creo que también en introducción al derecho, pero no estoy seguro. Enrique Gajardo, en derecho internacional público. Ángela Catán, en derecho romano. Claudio Illanes, Avelino León y Juan Agustín Figueroa, en derecho civil. Mario Verdugo, en derecho constitucional. Don enrique era el más viejo y uno de los que más me gustaba porque en sus clases contaba anécdotas protagonizadas por él mismo, había sido funcionario diplomático, a veces, comentando un tratado internacional, decía: “Por chile firmó quien les habla”. También nos hablaba de la España franquista y los sucesos en el consulado y en la embajada de nuestro país, como el matrimonio de un marqués con una marquesa a los que se les dio, como regalo de bodas, un baño con agua caliente y el derecho a ocupar una cama debajo de una escalera. Una vez, Jorge Guzmán Dinator invitó, a una de sus clases, a una sobrina de Arturo Alessandri Palma, la dama nos habló de su tío el famoso “León de Tarapacá”, relatando algunas anécdotas sabrosas, pero, cuando la señora se retiró y quedamos solos con nuestro profesor, don jorge hizo varias precisiones diciendo que no las había hecho antes porque “no se puede interrumpir y corregir a una dama”. Avelino León, que también tenía sus años, nos contaba que sus colegas le preguntaban hasta cuando pensaba hacer clases, él les contestaba:”Cuando bote el chocolate y me coma el papel, dejaré de hacer clases”. Juan Agustín Figueroa nos repetía continuamente: “¡Interpongan recursos de amparo!” 31. Algo para pensar en otras cosas. Era un caluroso domingo, y me levanté a eso de las once de la mañana, decidido a andar en bata porque había una jornada de protesta contra la dictadura militar, de modo que permanecería todo el día en mi habitación, había planeado escuchar los acontecimientos en la Radio Cooperativa. La dueña de casa iba a salir, como creo haber dicho antes, yo arrendaba una pieza situada fuera de la casa, cuando salía, la señora dejaba con llave el inmueble delantero, motivo por el que yo quedaba completamente aislado, teniendo acceso sólo a la calle por un pasillo embaldosado que conducía a una puerta lateral. Poco antes de que ella se marchara, sonó la campanilla del teléfono, era para mí, crucé el patio a paso largo y entré en la casa principal, al colocar el auricular en la oreja sentí la voz de mi primo Mario Chacón, me llamaba para invitarme a almorzar. Le dije que no deseaba salir y le agradecí su atención. A los pocos minutos volvió a sonar el teléfono, ahora oí la voz de Paula, la hija de mi primo, reiteraba la invitación, nuevamente me negué agradeciendo una vez más. Por fin la señora salió, regresé a mi habitación, ya no podría contestar el teléfono aunque sonara. Cogí una olla vieja y una cuchara y me asomé al patio dispuesto a iniciar un caceroleo en adhesión a la protesta. Primero observé con cautela porque no sabía que actitud tendrían los vecinos. De pronto percibí un tímido cuchareo al otro lado del muro, repliqué con otro tanto. A los pocos minutos, el vecino y yo estábamos en un rotundo golpeteo de cucharas al cual se fueron plegando otros y otros, hasta formar un ruido semejante a un galope de caballos. Enseguida ingresé en la pieza, encendí la radio, luego abrí una lata de sardinas, la vacié en un plato y agregándole jugo de limón y sal, me las comí acompañadas con un trozo de marraqueta. Satisfecho me recosté, la radio transmitía la protesta que tenía un carácter nacional, la periodista Manola Robles daba a conocer los sucesos a través de continuos despachos que describían la situación en distintas comunas y ciudades. Sin embargo, no alcancé a estar mucho rato oyendo la radio, el timbre de la puerta de calle sonó varias veces. Me asomé a la puerta para atender, era Mario, me esperaba con el motor del automóvil en marcha, ya no podía negarme. Me vestí todo lo rápido que pude y partimos hablando y riendo. Almorzamos comentando los sucesos, luego hicimos una siesta, y al volver a la mesa para tomar el té, sentí una sensación rara en el cuerpo, la esposa de mi primo me dijo: “Estás pálido, ¿te sientes mal?” En ese instante sentí que los brazos y las piernas se me paralizaban, intentaba abrir y cerrar las manos, no podía moverlas. Mi primo saltó al aparador, sacó una botella de trago fuerte y me dio una copa, enseguida preparó el vehículo y partimos a la Posta. Después de interrogarme acerca de los síntomas me pusieron una inyección y pude regresar a casa; había sufrido una intoxicación con las sardinas en lata. Si Mario no me hubiera ido a buscar para almorzar en su casa, probablemente habría fallecido porque estaba sólo y sin ninguna posibilidad de pedir ayuda. Han habido otros episodios en mi vida que me han colocado en circunstancias análogas y por fortuna siempre he salvado. Esto me lleva a pensar que no se muere ni un segundo antes, ni uno después, de lo que a cada uno le corresponde. Lo que no significa que podamos exponernos de manera irresponsable. 32. De vuelta en Valdivia. Durante aquellos años, mi hermana menor había estudiado servicio social en la universidad de concepción, la mayor, que es bailarina clásica, se había radicado en Venezuela, donde trabajó en el centro de bellas artes de Maracaibo. Pero cuando yo regresé a valdivia ellas estaban de vuelta. En mi ánimo pesaba el desaliento, el cansancio, casi sin visión, carente de un oficio y de objetivos, me hallaba en la casa sin hacer nada. Una mañana fui a comprar el pan, la panadería quedaba relativamente lejos, después de realizar la compra y mientras caminaba hacia la casa, sentí, de pronto, que mis manos se empapaban en sudor, el corazón me saltaba en el pecho y una angustia enorme se apoderó de mi ser, a penas podía pensar, me costaba apoyar los pies en el suelo porque una extraña sensación de ingravidez me invadía. Por la noche siguió la angustia, llegó el insomnio, mi hermana Gabriela me enseñó unos ejercicios físicos suaves para aliviar la tensión. Era una crisis de pánico, pero yo no lo sabía, mi familia tampoco, años después se repetirían con mayor intensidad y frecuencia; he aquí los síntomas: sensación que se va a morir de un infarto, pérdida de fuerza, sudor abundante en manos y pies, dificultad para respirar, terror sin una causa concreta. Yo tenía alrededor de veintisiete años y en mi casa nunca había escuchado hablar de estrés y crisis de pánico, de modo que no acudí a ningún médico. Me parecía que se me cerraban todas las puertas, sin profesión, capital y trabajo, y mi visión cada vez más próxima a la ceguera, mi vida se presentaba como un callejón sin salida. Pese a la parálisis anímica que me dominaba, el instinto me decía que era urgente iniciar una actividad, tener una ocupación, entonces decidí estudiar en la Universidad Austral, no había Derecho, pero estaba Pedagogía en Castellano. Mi decisión despertó las dudas de una de mis hermanas, sin embargo seguí adelante en ese propósito. Era la época de los rectores delegados y en la Universidad Austral no había experiencia con alumnos discapacitados visuales. Inicié los trámites y comencé a recorrer el camino de la pedagogía sabiendo que no podría hacer clases. A diferencia de lo que había hecho antes (ocultar mis problemas visuales) en la primera clase pedí la palabra y le expliqué al profesor mi situación, de inmediato circularon rumores y voces, pero a los pocos días integraba un grupo de estudio. La edad, el paso por la escuela de derecho, me facilitaron las cosas, me eximí de varios ramos, en algunas asignaturas llegué a un acuerdo con los profesores para rendir, en un solo examen, toda la materia del año; la carrera me resultaba fácil. Pero, una sorpresa me aguardaba, estando al final del segundo año, con todos los ramos aprobados, fui citado a la vicerrectoría académica. El vice rector, un sujeto poco amable, me comunicó, sin rodeos, que la autoridad había puesto término a mi permanencia en la universidad. Cuando le pregunté por el motivo de aquella decisión, me contestó que no era posible que una persona con mi situación visual estudiara una carrera donde había que leer tanto. Al parecer ese individuo no conocía a Homero, John Milton, James Joyce o Borges. Intenté defenderme, mas todo fue inútil. Como dije antes, uno de los hermanos de mi madre era coronel en retiro, al enterarme que había sido compañero de curso del entonces rector delegado, le pedí ayuda. Mi tío habló con su amigo y me consiguió una entrevista, la que no duró más de diez minutos, en la misma sólo habló el rector y concluyó con las siguientes palabras: “Porque es sobrino de mi amigo lo dejo continuar estudiando”. No hubo ninguna palabra sobre mi esfuerzo personal, sin embargo, el escenario no estaba para darle cabida al orgullo, podía seguir estudiando, eso era lo único importante. Comprendiendo la necesidad de crear conciencia sobre la discapacidad, empecé a escribir en el Diario Austral. Eran artículos que salían semanalmente y en los que hablaba de educación, inserción social y trabajo. En el año 89 me titulé de profesor de castellano y empujado por el deseo de darle cabida al tema de la discapacidad en el ámbito político, ingresé al partido radical, esta experiencia se limitó a unas cuantas reuniones, apretones de mano y saludos cordiales. Por esa época, formé una agrupación llamada Asociación de Discapacitados Visuales de Valdivia (ASDIVAL). Como no teníamos una sede nos reuníamos todas las semanas en el living de mi casa, hasta que conseguimos un espacio en la Escuela 1. En la asociación participaban ciegos, deficientes visuales y familiares de aquellos. En una de las reuniones que hicimos, con los padres de los discapacitados visuales, una señora le dijo a su marido que siempre había creído que él era el culpable de la deficiencia visual de su hija, porque él usaba lentes, había mantenido esta opinión guardada durante años. Otra señora afirmó que no permitiría que su hijo ciego se casara con una niña ciega, la pregunta que surgía en este caso era: ¿cómo podía ella quejarse de la discriminación si siendo madre de un invidente rechazaba a otra persona por ser también invidente? Seguramente, esa madre tenía algunas consideraciones de orden práctico, aunque conozco casos de matrimonios en que ambos cónyuges son ciegos y funcionan bien. Lo cierto es que todos aprendíamos, unos de otros. En ese mismo tiempo conseguí que los señores Gabriel Valdés y Enrique Larre, candidatos al Senado por la”región de los ríos”, fueran a mi casa para discutir sobre la posibilidad de dictar leyes que promovieran los derechos de las personas discapacitadas. No me fue fácil lograrlo, el secretario de don Gabriel Valdés me colocaba toda clase de trabas, pero una tarde tuve suerte, mientras esperaba en la antesala, percibí que una puerta se abría y reconocí la voz de barítono del candidato que le encargaba a alguien que le fuera a comprar un paquete de mermelada, me incorporé de un salto y me aproximé llamándolo por su nombre. Después de los saludos, le expuse, en pocas palabras, mi propósito, sonriendo me dijo: “¿Y para qué quiere reunirse conmigo si sólo soy un candidato?” le contesté con rapidez: “Usted y yo sabemos que le va a ir bien”. Se echó a reír y se comprometió a estar en mi casa. Con el otro candidato la cosa fue menos complicada, aunque colocaron sus condiciones, no querían coincidir en la misma reunión con Gabriel Valdés, me ofrecieron un conocido restaurante de la ciudad para realizarla. Por último conseguí que ambos acudieran a mi casa, pero en diferentes días. El propósito de esas reuniones era tratar el tema de la discapacidad, y la necesidad de legislar sobre la materia. Don Gabriel Valdés se mostró muy interesado, su personalidad llana hizo de la reunión una velada muy agradable; nos dijo que en Santiago se pondría en contacto con los diputados Gutenberg Martínez y Jorge Chaulson para transmitirles nuestras inquietudes. Con don Enrique Larre, el encuentro fue menos distendido, aunque también se mostró muy interesado y ofreció su colaboración. Dando otro paso, obtuve un espacio de media hora en la radio Baquedano para la creación de un programa que titulé “Abriendo camino”, creo que salía al aire todos los miércoles. Al programa invitaba a médicos, psicólogos, educadoras diferenciales y discapacitados. Posteriormente, el programa se trasladó a la radio del Instituto Profesional de Valdivia (IPV). También conseguimos que nos facilitaran, una vez al mes, el Centro Cultural, una edificación de un piso situada en la Avenida Costanera. Allí invitábamos a grupos musicales y artistas de la zona, el público dejaba un aporte voluntario que nos servía para los gastos administrativos y la adquisición de materiales. Una conocida abogada de la zona nos ayudó a redactar los estatutos y efectuó los trámites para obtener la personalidad jurídica. También contamos con el apoyo del club de leones que en aquel entonces lo dirigía un médico ecuatoriano arraigado en nuestro país. Este médico, del que no recuerdo el nombre, era un sujeto amable y amante de la pintura que apreciaba mi labor y en cierta ocasión me propuso una candidatura a la cámara de diputados ofreciéndome el apoyo de su gente, rechacé la oferta porque mis preocupaciones iban por otro lado. Tampoco faltaban los que me preguntaban por qué hacía todo eso si no recibía un centavo. Pensaba (y creo que todavía lo pienso) que la vida se desarrolla como un misterioso juego de ajedrez, si se mueve un caballo, un peón o un alfil, se produce una consecuencia en otra casilla o sector del tablero. Yo esperaba esa respuesta o consecuencia, no sabía cuando ni como vendría, pero la esperaba. 33. Un profesor. En la calle general lagos funcionaba una pequeña y modesta escuela de ciegos. En ese establecimiento trabajaba el profesor C. V.; era un hombre de unos cincuenta años, invidente, con una vitalidad y alegría contagiosas, tocaba la acordeón, cantaba con voz potente, y siempre relataba graciosas anécdotas que hacían reír a quienes lo escuchábamos. Fue la primera persona que me habló de la ceguera en forma franca y, tal vez, bastante cruda, pero mostrándome las posibilidades surgidas de la propia discapacidad y el esfuerzo personal. Participamos juntos en muchas actividades asociativas, también colaboró con entusiasmo y energía en los proyectos que impulsamos como agrupación. Por desdicha, estuvo envuelto en un desgraciado suceso que lo apartó de la escuela y la docencia. Los años transcurrieron y no he vuelto a saber de él. Si estuviera vivo debería tener más de ochenta años. Siempre lo recordaré con afecto; los errores de un hombre no pueden eliminar todo lo bueno que hay en su alma. 34. Como en el juego de ajedrez. Cuando se publicó la encíclica Centécimus Annus, se hicieron, en distintos lugares, encuentros destinados al análisis de dicho texto. En valdivia se organizó uno de esos encuentros y entre los participantes, además de autoridades locales, empresarios y dirigentes sociales, estuvieron los señores Sebastián Piñera, José Antonio Viera Gallo y Raúl Vergara, docente del Instituto Latinoamericano de Estudios Sociales (ILADES), yo fui invitado como dirigente social. Raúl Vergara me habló de los post grados que se impartían en el ILADES, también me informó sobre las becas para extranjeros y nacionales. Emilio bercof, el secretario del obispado valdiviano me instó a postular a una de esas becas. Concluido el encuentro reuní todos los antecedentes y los envié a Santiago. El tiempo transcurrió sin tener ninguna noticia de mi postulación al ILADES, Emilio Bercof me presionó para que mandara de nuevo los papeles. Lo hice ya sin ninguna esperanza, luego continué mis actividades habituales. Pero, una mañana, cuando acababa de llegar a mi casa procedente de Temuco, donde había estado dando una charla sobre la discapacidad, invitado por una agrupación de scouts, me encontré con mi hermana Gabriela que me esperaba en la puerta con la noticia de que debía viajar urgente a Santiago, había llegado un telegrama del ILADES. Por la noche estaba viajando a la capital, corría el mes de diciembre, cuando descendí del bus el calor era tremendo. 35. Otra vez en santiago. Después de las entrevistas y pruebas fui admitido para hacer el diplomado en ciencias sociales que duraba dos años y tenía una beca en dinero que me permitía vivir y estudiar. Los primeros meses estuve en la escuela de ciegos Helen Keller, donde conseguí alojamiento a cambio de realizar algunas actividades de colaboración. Luego arrendé una habitación en una casa de Ñuñoa, muy cercana al lugar donde vivo actualmente. Todo esto ocurría entre los años 91 y 92, también por ese tiempo comencé a escribir algunos artículos en el diario La Época y conocí a Sergio Prenafeta, que fuera el primer Secretario Ejecutivo del fondo nacional de la discapacidad (FONADIS). A través de Sergio conocí al poeta Miguel Arteche, surgiendo entre ambos una grata relación de amistad; Arteche fue un entusiasta de mis cuentos y me animó a perseverar en el oficio literario. Poco tiempo antes de radicarme en Santiago, había obtenido mención honrosa en el concurso internacional Argentina ´- Chile de Poesía en homenaje a Pablo Neruda, pero era la prosa lo que más me marcaba y fue miguel quien me ayudó a descubrirlo. En ese mismo período me relacioné con el periodista y escritor José Miguel Varas, de cuya experiencia y palabra obtuve valiosas enseñanzas. Mi paso por el ILADES fue una experiencia muy importante para mí, conocí personas de distintas nacionalidades y características, como ocurre en todo grupo humano, viví las simpatías, confianzas y rechazos que agitan el corazón de los hombres; pero, sumando y restando, me hizo crecer. Llegué a sentir afecto por los colombianos, cálidos y solidarios, uno de ellos se ofreció para grabarme los apuntes en casete, lo mismo hizo su señora cuando llegó a Chile, él era un sociólogo con gran sentido del humor, desgraciadamente no recuerdo su nombre. Otro que vaga en los pasillos de mis recuerdos, es un ingeniero comercial boliviano, afable y divertido, le tenía miedo a las escalas mecánicas y no permitía que su esposa las usara aunque ella no las temía. También cultivé la amistad de Roberto Ferrey, por aquel tiempo, embajador de Nicaragua en nuestro país, durante el gobierno de Violeta Chamorro; él me trajo, de Estados Unidos, la primera calculadora parlante que tuve. Una vez, mientras almorzábamos en un restaurante, Roberto me contó que en cierta ocasión, en que doña Violeta se hallaba en Santiago, participando de un encuentro internacional, le pidió un vaso de agua al mozo del hotel, el hombre le respondió: “Al tiro”. Esta respuesta inquietó muchísimo a la mandataria que lo llamó (al embajador), él habló con el mozo que seguía repitiendo “al tiro”, la confusión se prolongó hasta que un chileno les explicó que la expresión no se refería a una balacera sino a la rapidez con que el mozo traería el agua. También recuerdo a un uruguayo que no se apartaba del mate y se autocalificaba diciendo que él era un computador. Egresé del diplomado sin titularme -debía buscar trabajo,- pero los conocimientos adquiridos iban conmigo. Algún tiempo después, recibí un paquete proveniente del extranjero, al abrirlo me encontré con seis casetes, era mi amigo el sociólogo colombiano que me había grabado la novela “Del amor y otros demonios”, de García Márquez. 36. Un encuentro fortuito. Estaba esperando el autobús, en un paradero situado en providencia, casi al llegar a Manuel Montt. De pronto una niña se acercó y me ofreció ayuda. Como la micro demoraba, nos dedicamos a charlar, su nombre era Dina Fernández, me contó que era profesora y venía de Valdivia, estaba haciendo un post grado en la capital; también me dijo que arrendaba un departamento con una amiga de Puerto Montt, la amiga, llamada María Eugenia, era enfermera. Surgieron lugares y personas conocidos en la sureña ciudad. Como consecuencia de ese encuentro fortuito nació una relación de amistad y una invitación a su departamento. Al subir la escalera que conducía a los ascensores, Dina me hizo detener para abrochar los cordones de uno de mis zapatos. Una vez instalados en el comedor, me dijo que su amiga no estaba, enseguida me acomodó en una silla y fue a la cocina a preparar el té. Después del té conversamos y me leyó el Libro de las Preguntas de Pablo Neruda. “¿Cuántas abejas tiene el día?” Repitió con voz aguda, aunque tuve ganas de reír, mantuve la calma que la situación ameritaba. En una segunda invitación, me fue a buscar al paradero, iba con una amiga que resultó ser prima de María Eugenia. Esta última, estaba recién operada y había familiares de visita. La prima de maría Eugenia se llamaba Mónica, nos presentaron y además de hablar estuvimos cantando”Volver a los Diecisiete,” la hermosa canción de Violeta Parra. La relación con Mónica se transformó en un romance que prosperó con el tiempo y terminó en matrimonio. 37. La inserción laboral. Corrían los años 94 al 95 y comenzaba la dura lucha por la inserción laboral, había desarrollado algunas labores a honorarios, pero en forma esporádica, también había participado en asociaciones de ciegos, comprobando una vez más la enorme precariedad en que discurre la vida de los discapacitados que en el caso de los invidentes tenían su principal fuente de ingresos en el comercio ambulante. Por las mañanas salía a golpear puertas en busca de una oportunidad laboral y por las noches leía toda clase de libros grabados en casete, especialmente literatura. También enfrentaba, durante las noches, en la soledad de mi cuarto, el insomnio y las crisis de pánico, el sudor me empapaba las manos, el corazón me saltaba como si fuera a estallar y una terrible sensación de angustia me dominaba, sin tener a mi lado a nadie a quien acudir. Sin embargo, a la mañana siguiente, en cuanto sonaba el despertador, me preparaba para salir nuevamente a la calle, con una carpeta llena de papeles bajo el brazo. Unos años antes me había entrevistado con Jimmy Brown, en la radio Andrés Bello, me ofreció ayuda para instalarme con un quiosco destinado a la venta de cigarrillos y caramelos, proyecto que no prosperó. En otra ocasión, en la Radio Minería hablé con Julio Martínez, le dejé copia de mi currículum, él lo leyó en su programa matinal. Estuve con Roberto Fantuzzi en su fábrica de menaje, para que me admitieran en su oficina le dije a la secretaria que era periodista y estaba preparando un artículo sobre su actividad, luego, mientras degustábamos una taza de café le revelé el ardid, se echó a reír y se mostró como un hombre espontáneo y agradable, me dijo que tenía algunos discapacitados en calidad de obreros trabajando en su fábrica, pero yo, con mis antecedentes, no podía ser un obrero. Fue un intenso y dramático peregrinar por despachos y oficinas de distintos personajes, incluyendo alcaldes y políticos, en todas partes hallaba palabras de apoyo, pero nada concreto. En un momento pensé instalarme frente a la Casa de Gobierno con mi título colgado al pecho y un tarro para recibir limosna. Cierto día, mientras realizaba mi diaria ”cruzada”, ingresé en el edificio de la Dirección del Trabajo, recorrí algunos pasillos y oficinas, de pronto escuché una voz diciendo: “¡Jorge! ¿Qué haces por aquí?” Era Yero Ljubetic, habíamos sido compañeros de curso en la Escuela de Derecho, y unos años más tarde fue nombrado Ministro del Trabajo. Después de conversar le dejé mi currículum, él se comprometió a enviarlo al SENCE, también me aconsejó revisar el Diario Oficial los días primero y quince de cada mes puesto que en esas fechas se publican los llamados a concurso de la administración pública. Me conseguía el Diario Oficial en las fechas mencionadas, un día apareció algo, era un llamado a concurso en la Dirección del Trabajo. Postulé y de inmediato comencé a estudiar el código laboral y las leyes relacionadas con el tema. Me presenté con una mezcla de esperanza y temor, me llevaron a una oficina separada de la sala donde rendían la prueba los demás que en su mayoría eran funcionarios. Una persona me leyó en voz alta las preguntas, yo iba respondiendo y el otro anotaba la alternativa que yo le indicaba. Aunque había buena voluntad, era evidente que no existía ningún método, basado en criterios técnicos, dirigido a la postulación de personas con discapacidad visual. Al finalizar, el mismo funcionario me señaló que se me avisarían oportunamente los resultados. Al salir a la calle tenía una sensación extraña, algo me decía que no era suficiente con haber dado la prueba. El tiempo pasó sin que tuviera ninguna respuesta, presionado por esa “voz del instinto”, me dirigí a la cede de la Democracia Cristiana y pedí una entrevista con el diputado Gutenberg Martínez, yo no era militante, simplemente se trataba del partido en el gobierno. Me preguntaron si militaba en el partido, dije que sí, me dieron la dirección y el teléfono del parlamentario y finalmente conseguí la entrevista. La secretaria del diputado me consultó acerca del motivo de la entrevista, una vez más el instinto me dictó la respuesta: “un proyecto sobre la discapacidad”. Estando sentado ante el escritorio del señor Martínez expuse mi situación, le expliqué el verdadero motivo de mi visita, no llevaba ningún proyecto, sólo quería que se respetara mi postulación, terminé diciendo: “no vengo a que me inventen un cargo, vengo para que me ayude a quedar en el puesto porque creo que lo merezco”. Después de reflexionar un momento se comprometió a ayudarme, no puso ninguna condición, tampoco me preguntó que color político tenía yo. Sólo unas horas más tarde, me llamó él mismo para avisarme que podía presentarme el lunes siguiente al trabajo, acababa de crearse una unidad nueva y se requería personal. Tiempo después, conversando con él y su esposa, Soledad Alvear, en la plaza Ñuñoa, me pidió que le gravara algunas ideas sobre la discapacidad, él iría escuchando el casete en el auto durante sus viajes al Congreso, desgraciadamente nunca lo hice. La nueva unidad, a la cual había entrado en calidad de funcionario a honorarios, era una atención telefónica a los usuarios que llamaban de todo el país, haciendo consultas relacionadas con sus contratos, finiquitos, derechos laborales y variadas materias surgidas de sus relaciones de trabajo con un empleador. Nuestra misión era aclarar esas dudas en un espacio breve. Por supuesto, tuvimos un período de capacitación; en ese momento fue de gran ayuda un colega llamado José Luis Céspedes, que nos asistía con excelente voluntad, en las materias más difíciles. Fue también él quien me enseñó a usar las escaleras mecánicas, práctica que hacíamos a la hora de colación. Este colega todavía está en el Servicio, y aunque hace mucho tiempo que no hablo con él, por estar actualmente en inspecciones diferentes, situadas en comunas distantes, lo recuerdo con afecto. Junto con la atención al público, debíamos llevar una estadística de los trabajadores, dirigentes sindicales y empleadores atendidos en cada jornada. Esta labor resultaba bastante complicada para los que no podíamos ver, y en esa unidad habíamos tres invidentes; uno de ellos había entrado al Servicio algunos años antes que yo, el otro, lo hizo después. Con el fin de resolver el problema, utilicé cajas de fósforos colocadas en tres posiciones distintas, en cada una de ellas amontonaba palitos de fósforo, en la primera estaban los trabajadores, en la segunda los dirigentes, y en la tercera los empleadores; al finalizar la jornada contaba el contenido de cada caja y el resultado lo grababa en una cinta casete. Dando un paso más, me compré unas bolitas de cristal que reemplazaron a los palitos de fósforo. Una vez más apareció José Luis con un aporte, se metió en la bodega donde se guardaban las viejas máquinas de escribir planilleras, esas que ocupan todo el escritorio, las limpió y las subió al quinto piso, donde estaba nuestra oficina, y empezamos a escribir en esos tanques con teclado. Este paso representaba un enorme avance para nosotros. Una mañana entró el jefe de la unidad, se quedó asombrado al vernos escribiendo a máquina. El tiempo transcurrió, nos volvíamos más eficientes y activos, sólo las boletas de honorarios me quitaban el sueño, no sabía si al finalizar el semestre continuaba con una fuente laboral, los días previos al término del semestre eran para mí una tortura china. Otra vez, José Luis, entró en acción y nos trajo unas máquinas de escribir eléctricas que habían sido dadas de baja, para ser sustituidas por computadores. Las máquinas eléctricas fueron para nosotros un nuevo salto. Ese misterioso navío llamado tiempo seguía surcando las aguas, el jefe que partió con la unidad telefónica y con nosotros, se fue a otras funciones y llegó una nueva jefatura. Como ocurre con frecuencia con los cambios, la situación generó dudas y desconfianzas, que de a poco se fueron disipando. En cierta ocasión, llegó la noticia de que los computadores de varias oficinas serían cambiados por otros más modernos. Con ese fin, un funcionario del Departamento de Informática, visitó el edificio de Moneda 723, donde estaba nuestra unidad. El funcionario, que era un hombre joven, habló con nuestro jefe y le anunció que también le colocaría computadores a los “colegas ciegos,” alguien comentó que el jefe le preguntó:” ¿Y qué gana el Servicio con eso?” El colega de informática le contestó: “El Servicio no sé, pero, a ellos les va a cambiar el mundo”. Fue así, nos cambió el mundo, o mejor dicho, se abrió regalando espacios. Desgraciadamente, ese funcionario, cuyo nombre no conozco, murió en un accidente automovilístico, al poco tiempo después, mientras cumplía sus labores profesionales en la ciudad de Coyhaique. El episodio relatado, me lleva a pensar en la famosa frase de Arquímedes, cuando inventó la palanca, y dijo: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”.” Muchos discapacitados podrían gritar: “¡Dadme una oportunidad y cambiará mi vida!”. 38. Otro paso adelante. En septiembre del 95 contraje matrimonio con Mónica Rubio Lizana. Puedo decir que mi vida ha transcurrido entre la realidad y el milagro; si es que hay diferencias entre ambos. También obtuve algunos triunfos literarios: el año 99, la editorial Los Andes, organizó el concurso de cuentos”Atrévete”, y conseguí el primer lugar con mi relato “La soledad de Soledad”. La ceremonia de premiación se realizó en la sala Alonso de Ercilla de la Biblioteca Nacional, y estuvieron presentes Carlos Franz, Magdalena Piñera, Faride Zeram y Sergio Prenafeta. En 2006, publiqué, en una autoedición de 200 ejemplares, el libro de cuentos “Gratitud de las moscas”; lo repartí gratuitamente entre amigos, familiares y público en general. Este volumen fue comentado en la “Revista de Libros” del diario El Mercurio. Con posterioridad he logrado nuevos galardones en concursos efectuados en Argentina y España. En la actualidad (año 2019) tengo cuatro libros publicados, dos de cuentos y dos novelas, pronto saldrá mi nuevo libro titulado “El palomo negro y otros relatos”. 39. Nacimiento de nuestra hija. Cuando Mónica me dijo que estaba embarazada no le creí, pero era verdad, y comenzamos la espera del retoño siguiendo con fidelidad las recomendaciones médicas. La situación no era fácil puesto que las condiciones de salud de mi esposa exigían cuidados especiales; fueron nueve meses que pasé en callada tensión y esperanza. Pese a todo le escribí a la criatura que estaba por llegar un breve texto que entre otras cosas decía: “Te amamos desde siempre, desde antes de conocerte, desde que sólo eras un latido en expansión”. Pero, todo salió bien. El 16 de agosto del año 96 nació nuestra hija Mariana Paz. Durante los meses de espera, imaginé que cuando llegara el gran momento yo estaría perfectamente afeitado y peinado, de terno azul, camisa blanca y corbata roja. Sin embargo, los dolores de parto comenzaron a eso de las dos y media de la madrugada y llamamos apresuradamente a la hermana de Moni y a su marido, quienes nos fueron a buscar en camioneta. Como no había tiempo que perder, estiré las manos hacia todas partes, cogiendo cualquier prenda a mi alcance, aparecí en la clínica con jeans, calcetas y zapatillas de gimnasia, una chaleca rosada con flores, que era de Mónica, sin afeitar y el pelo en completo desorden. La niña nació en la clínica Las Violetas, situada en la calle Argomedo, mediante una operación cesárea. El jefe del equipo médico fue mi cuñado Pepe, y pude estar presente en la cirugía, al igual que mi cuñada que estuvo filmando. Las emociones que me envolvieron cuando me pasaron a la niña son difíciles de expresar en palabras, sólo sabía que un ser pequeñito se acurrucaba sobre mi hombro izquierdo y yo sentía su peso leve, su tibieza, su respiración. Ahora Mariana tiene 23 años, es el sol de nuestro hogar, aunque no por eso deja de provocar algunas lluvias y ventarrones que siempre llegan a buen término. 40. Actividad sindical. Alrededor del año 2003, no lo tengo bien claro, ingresé a la Comisión de la Discapacidad de la Asociación Nacional de empleados Fiscales (ANEF), ocupando el cargo de presidente de dicha comisión, desarrollamos una intensa labor a favor de los funcionarios públicos discapacitados. Raúl de la Puente (presidente de la ANEF) y los directivos de la organización nos dieron un fuerte apoyo. Durante la vigencia de la comisión realizamos una intensa labor, entre las que pueden mencionarse: una serie de encuentros sobre la discapacidad, realizados en distintos servicios públicos, tales como Contraloría, Bienes Nacionales, Servicio de Registro Civil e Identificaciones y otros. Reuniones de trabajo y análisis en el Ministerio del Trabajo y el Nuevo Servicio Civil. También reuniones con diversas autoridades y con la Secretaria Ejecutiva del Fondo Nacional de la Discapacidad (FONADIS) para conseguir ayudas técnicas y fomentar la contratación de personas discapacitadas en la administración pública, apoyándonos en el articulado de la ley 19.284, sobre integración social de los discapacitados, la que compromete el rol del Estado en dicho proceso; esta ley había sido promulgada el año 94, durante la presidencia de don Patricio Aylwin. También conseguimos levantar un catastro de personas discapacitadas que trabajaban en la administración estatal. Otra acción que recuerdo con especial cariño, fue la consecución de un costado de la plaza de la constitución, para montar una feria destinada a ofrecer al público productos hechos por discapacitados físicos, psíquicos y sensoriales. El diario La Nación nos facilitó sus bodegas para guardar el mobiliario, la ANEF con la SECPRES nos ayudaron a confeccionar folletos y la Intendencia nos proporcionó todo lo relacionado con el sonido del evento. En la ocasión nos ocurrió una anécdota: aparecieron dos fiscalizadores de Impuestos Internos exigiendo boletas, les explicamos que se trataba de una actividad autorizada y sin fines de lucro puesto que su finalidad era mostrar las condiciones de quienes padecen una discapacidad, pero se mantuvieron firmes en su postura. Afortunadamente el incidente se resolvió rápido con la intervención del Director Nacional de aquel servicio. Son muchas las personas que participaron con entusiasmo y esfuerzo en todas esas actividades, dirigentes, funcionarios y también instituciones; nombrarlos me sería imposible porque no tengo ningún apunte o material de apoyo, sólo cuento con los recuerdos que surgen en forma espontánea y desordenada. Además, nombrar a unos sería olvidar a otros que merecen mi aprecio y gratitud. 41. La paralización del 2004. Durante el mandato del Presidente Lagos, la Dirección del Trabajo tuvo una de las movilizaciones de funcionarios más largas de su historia. María Ester Férez era la Directora Nacional y se trataba de una persona muy estimada, pero tanto la ANFUNTCH como la APU, las dos asociaciones de funcionarios del Servicio, venían ya desde hacía bastante tiempo demandando mejores condiciones laborales y una ley de planta que constituía una larga aspiración emanada de numerosas reuniones y mesas de trabajo con las autoridades del Ministerio del ramo. El 2004 estalló la movilización funcionaria con un apoyo y un entusiasmo enormes porque la gran mayoría sentíamos la necesidad y justicia del petitorio. Marchas, reuniones, ollas comunes, protestas con gritos y cantos frente al Ministerio del Trabajo y de Hacienda se sucedían diariamente. También sufrimos, como era inevitable, la acción del guanaco, los gases lacrimógenos, bastonazos, detenciones. Recuerdo una ocasión en que sostenía, junto a otros colegas, un gran letrero, el chorro del guanaco lo cortó por la mitad y quedé con uno de los palos y los trozos de tela colgando en la mano. En otra oportunidad, crucé corriendo, del brazo de una colega, la Plaza de la Constitución, para ir a refugiarnos debajo del busto de Eduardo Frey Montalva. Otra acción significativa, que ha pasado a formar parte del anecdotario, fue la cabeza de chancho arrojada a la Moneda. Las negociaciones de los dirigentes con las autoridades eran difíciles y agotadoras. Nosotros apoyábamos en la calle y nos reuníamos continuamente para ir analizando la situación. No se requería mucha sapiencia para concluir que en nuestras reuniones había infiltrados que informaban a la Moneda. En una oportunidad se acordó interrumpir el cambio de guardia, pero llegado el momento, éste se adelantó, habían colocado vallas papales. Por otra parte, existía un fuerte bloqueo comunicacional a nuestra movilización, la televisión, los diarios y la radio le daban muy pocos espacios en sus columnas y noticieros al movimiento reivindicatorio de los funcionarios. Los partidos políticos representados en las organizaciones de funcionarios actuaban según sus intereses y visión del conflicto y el gobierno se empeñaba en evitar el éxito del movimiento para que no se difundiera a otros servicios públicos. El resultado final dejó una cierta sensación de frustración, se realizó un extraordinario esfuerzo con magros resultados. La Directora del Trabajo fue separada del cargo y nos descontaron el tiempo no laborado. 42. La muerte de mi madre. Mi madre falleció el siete de noviembre del 2008, yo tenía un hogar formado y una situación material estable. Ella viajó a Coyhaique, a casa de mi hermana Marisa, en una condición física de extrema debilidad y pensé que no iba a volver, sólo la empujaba ese soplo vital que llamamos espíritu. Allá falleció cuando le faltaban pocos días para cumplir 87 años. Entonces, escribí un pequeño relato, planteado desde la perspectiva de mi hija Mariana, que entonces contaba 12 años, para describir todo lo que había ocurrido. No sé por que lo hice así, tal vez me sirvió como un singular desahogo. La niña sufrió mucho con la muerte de su abuela que fue para ella un ser muy especial debido a su personalidad. Salimos rumbo al sur en el auto de mi cuñado Guillermo, nos esperaba un largo camino. La primera etapa fue de Santiago a Osorno. Partimos un viernes por la mañana, debíamos estar en Coihaique el domingo a las diez. Al lado del conductor iba yo, en el asiento de atrás estaban Mónica y Mariana, ellas se encargaban de describirme lo que había a mi alrededor, yo lo guardaba en la memoria y lo iba moldeando con la imaginación. Por Osorno fue una rápida pasada, luego enfilamos al pueblo de Entrelagos, allí alojamos en un hostal junto al lago, con un paisaje y una tranquilidad de ensueño. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, estábamos en el paso Cardenal Samoré. Después de los trámites de rigor cruzamos la frontera llegando al primer pueblo, Villa Angostura, era como salido de un cuento, en todos los jardines de las casas habían enanos de adorno, una brisa fresca que olía a verdor agitaba las hojas de los árboles que bordeaban el lago y, al frente, Bariloche. Mariana gritaba que teníamos que vivir allí. Pero, no había tiempo para detenerse, continuamos hasta llegar a un pueblo un poco más grande, creo que era El Bolsón, ahí comimos algo, disfrutando de la amabilidad del dueño del restaurante y de un parroquiano que nos ayudó con un mapa para guiarnos en una ruta por la pampa argentina. Mientras más avanzábamos el viento se volvía más recio, en los campos se amontonaban las vacas y entre ellas se alzaban los flamencos. Por la noche, las liebres se cruzaban delante del automóvil. Continuamos avanzando durante horas sin encontrarnos con otro vehículo, a veces nos deteníamos para descansar y escuchaba silbar el viento. En un pueblo donde alojamos, el frío era intenso y las tapas de las camas escazas nos hicieron tiritar toda la noche. Pero, al día siguiente, muy temprano, estábamos nuevamente en la ruta. Mientras más corríamos hacia el sur, más se achicaban los pueblos y más crecía la pampa. Al tercer día, faltando pocas horas para el inicio de la ceremonia fúnebre, llegamos al punto donde entrábamos al lado chileno. El viento soplaba con tanta fuerza que mariana me contó que un pajarito que iba volando, de pronto se detuvo en el aire, como si hubiera chocado con un muro invisible, y después de una pirueta pudo seguir su rumbo. A eso de las diez y media de la mañana, el automóvil se detuvo ante el local donde se velaban los restos de mi madre; íbamos, agotados, sin poder cambiarnos de ropa, y en el caso de mi cuñado y yo, sin afeitarnos. Pero estábamos allí, con los nuestros. 43. Libros y lecturas. Desde niño he tenido la pasión de la lectura, mi madre se encargaba de regalarme libros, en las repisas de mi habitación había colecciones de textos sobre la vida de los animales, los mitos griegos, el sistema planetario, la vida submarina, historietas empastadas en gruesos volúmenes, y otros textos. Los buenos libros, las buenas lecturas, no sólo son fuente de entretención y aprendizaje, también nos hacen sonreír, reflexionar, discutir y crecer. Marco Aurelio recomienda, en sus famosas “Meditaciones”, desprenderse de los libros y mantener un grupo reducido de principios claros y sólidos. Michel E. de Montaigne, dice algo parecido en sus “Ensayos”, aunque aconseja mantener un número pequeño de libros. Ambos consejos me parecen útiles, sin embargo, no me resulta fácil desprenderme de los libros. Por otra parte, creo que releer es más importante que leer, he intentado hacerme una lista de autores y temas a los cuales ir continuamente, como el buscador de metales preciosos que va una y otra vez a la montaña para extraer de la roca sus ocultos tesoros. Un buen libro siempre será un amigo inseparable y leal. Si tuviera que clasificarlos, lo haría en base a cuatro temas: Literatura, historia, filosofía y ciencias naturales. En cada uno de esos cuatro grupos tengo mis autores y mis obras favoritas. Por supuesto, al elegir un libro cada cual tiene sus preferencias, los factores que nos deciden a una lectura son subjetivos, pese a que los llamados “expertos”, los críticos, intentan imponer criterios. Refiriéndose al arte, Anton Chejov decía: “Me gusta. No me gusta”. Como Chejov era escritor me siento inclinado a aplicar esta máxima a los libros. ¿Quién no recuerda los cuentos de hadas y duendes, princesas y héroes que llenaron de emoción y colorido nuestra niñez? ¿Qué decir de los magníficos relatos de las Mil y una Noches? Por cierto, esta última obra no es infantil, aunque varios de sus cuentos han llegado a los niños a través de adaptaciones, algunas de las cuales son verdaderas distorsiones. Claro, con los años los gustos van cambiando, pero aquellos cuentos de la niñez que más nos impresionaron siempre siguen alojados en el corazón y la memoria. Algunos de mis viejos libros han pasado a poder de mi hija; todavía puedo tocarlos y oler sus páginas. 44. De mi experiencia con los médicos. Desde que comenzaron los problemas de mis ojos, los oftalmólogos tuvieron numerosas apariciones en mi vida; terminadas todas sus acciones para salvar mi visión, han surgido otras especialidades. Además de la ceguera he padecido arritmia cardíaca, esofagitis crónica y crisis de pánico. Esto me permitió entrar en contacto con distintos tipos de médicos y comprender que la verdadera medicina debiera ser un arte, el arte de sanar. Sin embargo, los galenos que alcanzan la categoría de artistas en el oficio de curar son muy pocos, no sé si conozco alguno. Desde que la salud, o mejor dicho, la enfermedad, se ha convertido en una lucrativa fuente de ganancias, es decir, con la mercantilización de la salud y la medicina, los médicos, por voluntad propia o ajena, avanzan hacia una actuación que en muchos casos los asemeja al comerciante. Ya en la primera entrevista el paciente puede sentirse intimidado, ignorado, tratado como la pieza de un automóvil en las manos del mecánico. Si leemos con atención la carta que le envió Esculapio a su hijo que deseaba ser médico y enseguida observamos la realidad actual se nota un enorme contraste. Cuando hablo del “arte de sanar”, no pretendo afirmar que los médicos debieran curar todas las enfermedades, esto es imposible, pero se puede padecer una afección y no terminar dañado. Quiero decir que si bien la medicina no puede curarlo todo, puede enseñar a gestionar, a administrar la enfermedad, de modo que el sujeto afectado pueda seguir creyendo en sí mismo y en la vida. Cuando la medicina ya no podía hacer nada más por salvar mi visión, el oftalmólogo me dio una breve charla diciendo que mi vida sería distinta a la de los demás muchachos, que sería bueno que me dedicara a tocar algún instrumento musical, que debía permanecer en casa; me pintó un panorama bastante lúgubre; si le hubiera hecho caso, todavía estaría lamentando mi mala suerte. Esas palabras me hirieron en lo más profundo, me sentí pequeño y débil, quise llorar, pero mi padre estaba a mi lado y percibí su callado dolor, apreté los dientes y me tragué las lágrimas. Sin embargo, en ese mismo instante decidí hacer todo lo contrario a los consejos del médico. Gracias a esta actitud, y pese a la gran cantidad de errores, de esfuerzos inútiles, conseguí estudiar, obtener un título universitario, trabajar, formar una familia y llevar, en la actualidad, una vida satisfactoria y feliz. EPÍLOGO. Como un atardecer anticipado la sombra me fue envolviendo. En una sutil faena fue borrando los rostros de mis padres, mis hermanas, de todos quienes me eran próximos y estimados. Se desvanecían las distancias, las formas, los colores. El río, las calles, las casas. El mundo retrocedía lentamente a mi alrededor. El miedo se apoderaba de todo mi ser. En la soledad de mi cuarto lloré hasta secar mis ojos. Y creí que ya no podría verter más lágrimas. Me agobiaban las preguntas. Buscaba ayuda sin saber como pedirla. Debía hacerme y rehacerme en un continuo esfuerzo. Conocí la extraña sensación de ser distinto. Me puse una y mil máscaras, todo con tal de sobrevivir. Era el animal herido que el rebaño abandona porque ya no sirve y queda a merced del depredador. Una y mil veces renegué de Dios. Añoraba no saber, no oír los martillos de mi corazón golpeando sin ritmo ni pausa. Pero había algo, un soplo, un sentir en la piel la vida inmensa. La ceguera y mi razón poco a poco se encontraban. La sombra empezaba a enseñarme, a moldearme en una nueva fragua, en un nuevo y sabio útero. El oído, el tacto, el olfato, el gusto, se extendían, conocían. Como un pájaro que recién despierta, la imaginación batía sus alas. Se acomodaban los aciertos y los errores. En ese movimiento había dolor, también alegría. Los más pequeños detalles de la vida alcanzaban una dimensión nueva. Ni Demócrito, ni la media luna del persa, ni la espada del danés. Sólo el hombre ante sí mismo. La mujer, en fina arcilla moldeada me enseñó su corazón y la flor abierta de sus labios. Y descubrí en su vientre una playa tibia. En sus manos suaves, una honda promesa. En su voz, el rumor de una brisa cálida. Y nací de nuevo, y seguiré naciendo y muriendo hasta desaparecer como en el mar la lluvia.

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